Tío Sam tiene un problema con el cobre. En números redondos, Estados Unidos produce 1 millón de toneladas del metal rojo y consume 2 millones. El déficit se cubre con importaciones, creando una posible vulnerabilidad geopolítica. Sin embargo, incluso dentro de EEUU, hay suficiente cobre para quienes sean lo suficientemente valientes, ricos y pacientes para extraerlo, especialmente si las importaciones más baratas pierden repentinamente su atractivo. Entonces, ¿hay un caso para imponer aranceles?
Esa, al menos, es la lógica de la Casa Blanca. El presidente Donald Trump ha prometido imponer aranceles a las importaciones de cobre, habiendo identificado ya al metal como un insumo crítico para la prosperidad estadounidense. Eso impulsó el precio de los futuros del cobre en los mercados estadounidenses en casi una quinta parte el martes. Por supuesto, un arancel general del 50% es poco probable que sea el resultado final. Ahora vienen las negociaciones y capitulaciones.
Hay un problema legítimo que resolver. El cobre, aunque abundante, es cada vez más caro y difícil de extraer. Durante años, ha sido evidente que se avecina una crisis de suministro, con el crecimiento natural de la demanda amplificado por la transición a la energía verde y la "electrificación". Por ejemplo, un vehículo eléctrico utiliza 2.5 veces más cobre que uno a gasolina, según estima S&P Global.
Ahora, hay otras presiones también. La inteligencia artificial, con su dependencia de centros de datos y sed de energía, ha creado un nuevo consumidor de cobre. Los crecientes presupuestos de defensa añaden más presiones. Pero mientras la minería se vuelve una cuestión urgente, abrir nuevas minas puede llevar décadas y miles de millones de dólares. Resolution, un sitio propiedad de Rio Tinto y BHP, podría ser la mina de cobre más grande de EEUU, pero ha estado atrapada en disputas legales durante años.
En teoría, los aranceles podrían incentivar una nueva producción al hacer subir los precios. BlackRock ha estimado que los US$ 12.000 por tonelada es el umbral a partir del cual la extracción comienza a ser financieramente viable, y tras el anuncio de Trump de que “haría algo con el cobre”, ese es aproximadamente el nivel en que se encuentra el precio en EEUU. Pero los aranceles comerciales son una herramienta tosca. Y tienen una falla fatal: los proyectos mineros se planifican a décadas vista, mientras que los aranceles pueden desaparecer con una simple firma.
Además, sacar cobre de la tierra es solo el primer problema. El segundo es hacerlo utilizable. Hoy en día, EEUU apenas funde cobre, ya que se trata de un proceso típicamente caro, sucio e impopular. Esa actividad se ha trasladado casi por completo a China, que ahora funde casi la mitad del suministro mundial, frente al 3% en EEUU, según el Servicio Geológico de Estados Unidos. Algunas fundiciones estadounidenses han sido reconvertidas en centros de datos.
Eso no significa que “hacer cobre” sea un esfuerzo inútil. Los subsidios tienen su lugar. Y aunque los mineros necesitan años de certidumbre para comenzar a excavar, los tecnólogos no son tan exigentes. Empresas como Freeport-McMoRan y la startup Ceibo, respaldada por BHP, están experimentando con nuevas formas de extraer y refinar más cobre de minas existentes. Los precios más altos podrían darles un impulso. Los aranceles son una mala forma de resolver el problema de oferta y demanda, pero una manera decente de enfocar la atención.