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El Bosón de Higgs y la teoría general del todo

Por: | Publicado: Viernes 25 de julio de 2014 a las 05:00 hrs.
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Por Michael Smith, S.J.*


Era una competencia: científicos dedicados al Large Hadron Collider (Gran colisionador de hadrones: LHC) del CERN (Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire), en la frontera entre Francia y Suiza, y al Tevatron Collider, en Illinois (Estados Unidos de América), competían por ser los primeros en verificar la existencia de una partícula llamada el “bosón de Higgs”, y en caso de encontrarla por medir la energía de la misma (equivalente a su masa). En 1964, Peter Higgs (Premio Nobel de Física 2013, conjuntamente con François Englert) fue el primero en proponer el “campo de Higgs” y la partícula o bosón vinculada con aquél. Otros cinco científicos estaban trabajando en este ámbito, elaborando conceptos parecidos. La idea de Higgs explicaba por qué algunas partículas tienen una masa y otras no. La partícula era la pieza clave del puzzle llamado “Modelo Standard”, que procura incluir todas las observaciones físicas vinculadas con la realidad fundamental y con la teoría cuántica.

A partir de ese momento comenzó la caza para encontrarla. El bosón de Higgs tiene un peso en términos de partículas y para producirlo se requieren aceleradores de gran potencia. El Tevatron, en los Estados Unidos, habría podido identificarlo si su masa hubiese sido inferior, pero en definitiva correspondió al acelerador con mayor potencia del mundo -el LHC del CERN- centrarse en el objetivo. Si no se hubiese logrado encontrarlo después de haber sometido a examen toda masa posible, este hecho habría determinado un replanteamiento obligado de amplias áreas de física teórica: necesidad de mayores reflexiones, nuevas ideas estimulantes, mucho trabajo adicional para los pensadores científicos. Ahora, en cambio, el modelo que hemos tenido durante años ha sido objeto de ulterior verificación.

La Teoría general del Todo


Pero ahora hay una meta aún más ambiciosa: la “Teoría general del Todo”. Será un modelo que reúna todos los conocimientos sobre la realidad científica, e incluirá el Modelo Standard, pero también la teoría cuántica y la teoría de la gravedad. Hasta hace algunos años esta meta parecía al alcance de la mano, hasta el momento en que los astrónomos comprendieron que tres cuartos de la materia existente en el espacio es lo que ahora se llama “materia oscura”. No sabemos lo que ésta es ni de dónde viene; es invisible y está fuera de su campo gravitacional. Sin embargo, en realidad también podría no existir, ya que nuestra comprensión de la gravedad podría ser errónea. En todo caso, en este momento, al parecer la teoría general sólo cubre una fracción más bien pequeña del todo.

La teoría general de la relatividad de Einstein ofrece un modelo que describe con gran precisión los efectos de la gravedad; la teoría cuántica y el Modelo Standard proporcionan una descripción cada vez más completa de interacciones que se verifican en una escala muy reducida, pero no consideran los efectos de la gravedad. Verificar la existencia del bosón de Higgs es un paso en dirección hacia la confirmación del Modelo Standard, pero aun cuando éste pueda parecer completo y definitivo, no representa el final de la física, por cuanto ésta sigue explorando la complejidad y las implicaciones de la teoría. Y en todo caso los aceleradores del CERN –y tal vez otros aún más poderosos- podrían descubrir nuevas partículas que demuestren en qué medida nuestro conocimiento actual no llega suficientemente lejos. Hay una legítima sospecha de que existe una larga lista de partículas aún por descubrir cuyo conocimiento nos ayudaría a dar otro paso hacia la Teoría general del todo.

Las energías correspondientes a los dos aceleradores, del CERN y del Tevatron, son tan poderosas que aquello que se verifica en su interior difícilmente puede verificarse en otras partes en la Tierra, si se excluye una reacción ocasional provocada por un rayo cósmico dotado de una energía sumamente poderosa que nos impacte desde algún punto del espacio. El verdadero interés del descubrimiento vinculado con el bosón de Higgs reside en que semejante conocimiento nos ofrecerá un cuadro más claro del origen del universo, de ese Big Bang que ha sido el comienzo de todo. Según sabemos, en los primeros instantes después de encenderse la mecha del universo, las partículas fundamentales comenzaron a reaccionar para producir los “ladrillos” del universo: partículas como los neutrones, los protones y otras, luego el hidrógeno y el helio y por último los átomos y las moléculas que constituyen las estrellas y los planetas que hoy vemos alrededor nuestro.

La ciencia no llega a indagar antes del Big Bang: en general -se dice- porque el tiempo comenzó en ese momento, de manera que el concepto de “antes” carece de todo significado, o porque el meteoro uniforme de esos primeros instantes no podía contener información alguna vinculada con una estructura u origen anterior, si ésta hubiese existido.

En principio


Sin embargo, para quienes creen que en esos momentos Dios estaba presente, existen ulteriores interrogantes que es preciso considerar cuando se procura conciliar un análisis puramente científico de los primerísimos instantes de la realidad con la fe cristiana en un Dios eterno. Pensamos que el tiempo sólo comenzó en el momento del Big Bang, pero Dios está fuera del tiempo y por consiguiente un Dios creador no debería tener problemas para crear el tiempo junto con el resto de la realidad física. ¿Pero en qué términos debemos hablar de la acción de Dios antes (y no podemos realmente usar esta palabra aquí) que el tiempo hubiese comenzado? ¿Y cómo debemos entender el apoyo continuo de Dios a la creación?
“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,1-5). Tal vez no por casualidad estas palabras iniciales del Evangelio de Juan -que expresan la convicción de que Dios, a través de su Hijo, es la fuente de toda la creación- reflejan las del libro del Génesis: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn 1,1). El Nuevo Testamento habla del rol permanente de Dios, a través del Hijo, en el apoyo a la totalidad de la creación: “Él (el Hijo) existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1,17), o: “Él (el Hijo) es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa” (Hb 1,3). Santo Tomás de Aquino concuerda en cuanto al hecho de que “el mundo existe en tanto en cuanto Dios quiera que exista, porque la existencia del mundo depende de la voluntad de Dios como causa propia” (Summa Theologiae 1, q. 46 a. 1 co).

Además de esto y los numerosos otros modos en que se ha expresado la fe en la creación y en el amor al mundo por parte de Dios, a través de los siglos se han propuesto también diversos modelos sobre la forma de manifestación de esa ocupación permanente. Muchos cristianos no aprecian el modelo mecánico de la creación, es decir, la idea de que Dios simplemente eligió crear esas realidades físicas que determinaron el Big Bang y luego se puso de lado dejando operar los hechos: la formación de las partículas fundamentales, los átomos de hidrógeno y helio, luego los átomos más pesados y enseguida las moléculas que hoy conocemos; la formación de los planetas a partir del polvo de la explosión de las estrellas y por último las primeras huellas de la vida, al menos en uno, sino en muchos de estos planetas. Nos gustaría que Dios hubiese demostrado y demostrase un interés que no consistiese simplemente en cumplir el rol de artífice y primer espectador de un proceso mecánico de creación del universo; pero pasar del modelo mecánico de creación a uno donde Dios se ocupe permanentemente de nosotros no es tan simple.

¿Funciona como un reloj?


Constituye un problema integrar la obra de Dios en la creación con los modelos científicos. Toda intervención material de Dios en el funcionamiento del universo implicaría la violación de una o más leyes de conservación de la física, según las cuales determinadas propiedades cuantificables de cualquier sistema físico –del universo para abajo- no cambian si el sistema evoluciona. También la transmisión de datos de cualquier naturaleza por Dios al universo debe implicar simultáneamente un traspaso de energía y -hasta donde la ciencia puede comprobar- jamás se han verificado violaciones de ese carácter. Si eso debiese y pudiese ocurrir, destruiría las bases de la totalidad del pensamiento científico, ya que sus principios fundamentales se harían añicos. El principio de conservación de la energía constituye la base de todo el saber científico, y cualquier cosa hecha por Dios violaría ese principio. Es uno de los pocos puntos en que, en esta etapa de nuestro conocimiento, la ciencia debe rechazar toda hipótesis de intervención divina.

Seguiremos preguntándonos cómo se manifiesta el amor de Dios al orden por Él creado; pero un enfoque puramente científico del problema no nos proporcionará la respuesta. La fe, como lo expresó con claridad Tomás de Aquino, considera a Dios fuente y razón de la existencia del universo, pero no por ser una especie de “erudito divino” que pasa por alto las leyes de la física para alcanzar sus propios fines. El método científico no nos permite en este momento descubrir cómo interactúa Dios con el universo; está en cambio buscando un modelo que dé cuenta correctamente de todos los fenómenos conocidos y prevea algunos elementos nuevos que podamos buscar para confirmarlo mediante su existencia. Ese modelo es generalmente matemático, y para confirmar su validez necesitamos dos cosas: en primer lugar, demostrar que los valores de las diversas constantes físicas (por ejemplo, la masa y la carga de un electrón) deben ser lo que son; en segundo lugar, estaría bien si mostrase que deben existir otros elementos por descubrir. A partir de esto se ha planteado como hipótesis una partícula y un campo que llamamos el bosón de Higgs y el campo de Higgs. El hecho de verificar su existencia en el CERN ha constituido un gran paso hacia adelante para el actual modelo en uso, el Modelo Standard.

Todos estos modelos se basan en amplias recopilaciones de datos científicos, evaluados de diversos modos y reunidos durante muchos siglos; pero se trata puramente de datos rigurosamente físicos, de manera que nunca podrán explicar ni predecir algo que no sea estrictamente un fenómeno físico. La respuesta científica al preguntarnos por qué el universo (o todos los universos, según algunas teorías) es como es, resulta ser: “porque la materia y la energía son así”. Si permanecemos exclusivamente dentro del campo de la ciencia, no podemos plantearnos interrogantes ulteriores.

Fe en la ciencia


Hoy las teorías científicas en general no se refutan; se aprueban y aceptan en cuanto son parte de teorías más amplias y exhaustivas. Por este motivo, las leyes del movimiento de Newton siguen estando presentes para decirnos qué ocurrirá si en una calle conducimos contra el tráfico; pero solamente se aplican cuando la masa del cuerpo es de tamaño mediano (no, por ejemplo, pequeña como un electrón o grande como una estrella) y las correspondientes velocidades son bajas (hasta una fracción de la velocidad de la luz). Fuera de estos límites, teorías como la teoría de la relatividad de Einstein muestran que las leyes de Newton –dentro de ese rango de masa y velocidad- son una aproximación de una teoría más amplia. Ahora bien, tal vez las teorías de Einstein esperan ser consideradas parte de algo más amplio y aún más completo.

Pero esos desarrollos de las teorías científicas no deben favorecer la desconfianza en relación con la ciencia ni incitarnos a adoptar un enfoque que considere a Dios un “recurso provisional”, donde una laguna percibida en un conocimiento científico actual supuestamente deja espacio para algo sobre lo cual la ciencia no está en condiciones de dar cuenta y por lo tanto sólo puede explicarse recurriendo a una fuente sobrenatural, es decir, a Dios. Nuestra fe debería permitirnos tener confianza en las leyes de la ciencia (y en la validez de los esfuerzos de la ciencia) para así creer que pueden ser parte integrante de la creación de Dios, más que algo que debe explicarse separadamente o a pesar del amor de Dios a la creación.

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