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Dani Rodrik: La necesidad de una transformación del comercio global

“Hoy resulta evidente que necesitamos un discurso nuevo sobre el comercio, que reconozca que la globalización es un medio hacia la prosperidad nacional, no un fin en sí mismo”.

Por: | Publicado: Jueves 26 de diciembre de 2019 a las 04:00 hrs.
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Fuente: University of Washington
Fuente: University of Washington

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La guerra comercial sin tregua del presidente norteamericano, Donald Trump, contra China sumó nubes amenazadoras de incertidumbre a la economía mundial en 2019, planteando la perspectiva de una crisis económica global importante. Su estilo errático y altisonante empeoró una situación de por sí mala, pero la guerra comercial de Estados Unidos y China es un síntoma de un problema mucho más profundo que las políticas comerciales atávicas de Trump.

La encrucijada de hoy entre estos dos gigantes económicos está arraigada en el paradigma imperfecto que yo llamo “híper-globalismo”, según el cual las prioridades de la economía global reciben precedencia sobre las prioridades de la economía nacional. Según este modelo para el sistema internacional, los países deben abrir al máximo sus economías al comercio y la inversión extranjeros, sin importar las consecuencias para sus estrategias de crecimiento o modelos sociales.

Esto exige que los modelos económicos nacionales –las reglas domésticas que gobiernan los mercados- converjan considerablemente. Sin esta convergencia, las regulaciones y normas nacionales parecerán obstaculizar el acceso a los mercados. Se las considera “barreras comerciales no arancelarias” en la jerga de economistas y abogados comerciales. La admisión de China en la Organización Mundial de Comercio se predicó en base a la suposición de que China se convertiría en una economía de mercado similar a los modelos occidentales.

Esto claramente no sucedió. Mientras tanto, en Estados Unidos y muchas otras economías avanzadas, el híper-globalismo ha dejado atrás comunidades devastadas por la deslocalización y las importaciones, lo que creó un terreno fértil para que florezcan los demagogos políticos locales. La política comercial de Estados Unidos ha estado forjada desde hace mucho tiempo por intereses corporativos y financieros, lo que permitió que esos grupos se enriquecieran a la vez que contribuyó a la erosión de las ganancias de la clase media. Hoy resulta evidente que necesitamos un discurso nuevo sobre el comercio, que reconozca que la globalización es un medio hacia la prosperidad nacional, no un fin en sí mismo.

Afortunadamente, los candidatos demócratas en la carrera presidencial de Estados Unidos han comenzado a ofrecer buenas ideas sobre las cuales se puede construir un nuevo entramado comercial. En particular, el plan comercial de la senadora Elizabeth Warren solidifica sus credenciales como la candidata demócrata con las mejores ideas en materia de políticas. Su plan representa una reinvención radical de la política comercial en interés de la sociedad en general.

Vivimos en un mundo donde los aranceles a las importaciones ya son, en su mayoría, bastante bajos. Los negociadores comerciales invierten gran parte de su tiempo discutiendo no sobre aranceles a las importaciones y otras barreras en la frontera, sino sobre regulaciones detrás de las fronteras como las reglas de propiedad intelectual, las regulaciones sanitarias, las políticas industriales y cosas por el estilo. Los acuerdos comerciales que apuntan a estas áreas pueden fomentar niveles más elevados de comercio e inversión internacional, pero también se inmiscuyen más en las negociaciones sociales domésticas. Limitan las políticas impositivas y regulatorias de los países y su capacidad para defender sus propios estándares sociales y laborales. Como es lógico, las grandes empresas multinacionales como las compañías farmacéuticas y las firmas financieras buscan acceso a los mercados extranjeros a expensas de las necesidades del trabajo o de las clases medias.

Un punto esencial del plan de Warren es establecer prerrequisitos antes de que Estados Unidos firme acuerdos de integración profunda. Cualquier país con el cual Estados Unidos negocie un acuerdo comercial debe reconocer y aplicar estándares laborales y derechos humanos reconocidos internacionalmente. Debe ser un signatario del acuerdo climático de París y de las convenciones internacionales contra la corrupción y la evasión impositiva. Por supuesto, en materia de trabajo y medio ambiente, el propio Estados Unidos no cumple con algunas de estas precondiciones, y Warren se ha comprometido a enmendar estas deficiencias “vergonzosas”.

Esta estrategia es inmensamente superior a la práctica actual de suponer que los socios comerciales elevarán sus estándares una vez que se haya firmado un acuerdo comercial. En realidad, los acuerdos complementarios en el área de trabajo y medio ambiente han demostrado ser bastante ineficientes. La única manera de garantizar que estas cuestiones se traten a la par de las cuestiones de acceso a los mercados es restringir los acuerdos comerciales a países que ya están comprometidos con estándares altos.

Es más, algunos de los elementos más nocivos de los acuerdos comerciales deberían eliminarse o debilitarse. Warren acertadamente propone eliminar el arbitraje de diferencias estado-inversor (ISDS por su sigla en inglés), la práctica polémica de permitir que las empresas extranjeras demanden a los gobiernos. También busca limitar el alcance de los derechos monopólicos en el ámbito de la propiedad intelectual, comprometiéndose a no obligar a ningún otro país a extender los períodos de exclusividad para los medicamentos bajo receta.

La transparencia de las negociaciones comerciales también tiene que aumentar de manera drástica. Actualmente, los acuerdos borrador se mantienen en secreto hasta que son presentados para una votación en el Congreso. Según la propuesta de Warren, los borradores estarían abiertos al escrutinio y al comentario público. El secretismo, combinado con el requerimiento de una votación legislativa positiva o negativa, puede haber facilitado la liberalización comercial –en el modelo de integración superficial- en el pasado.

Pero, desde los años 1990, han servido para empoderar a los lobbies empresariales y dieron lugar a acuerdos desequilibrados.

Warren también está dispuesta a imponer un “ajuste de carbono fronterizo” para garantizar que las empresas domésticas que pagan todo el costo social del carbono no estén en desventaja respecto de las empresas extranjeras que no lo pagan. Es más, los acuerdos comerciales se evaluarían no sólo por sus efectos nacionales, sino también por sus consecuencias regionales. Warren buscaría una aprobación parlamentaria sólo después de que todas las comisiones de asesores regionales, laborales, de consumidores y rurales den su consentimiento.

Al centrarse en Estados Unidos, Warren tiene poco para decir sobre el régimen comercial multilateral y cómo reformarlo. Otro candidato presidencial demócrata, Beto O’Rourke, ha abordado esta cuestión de frente. Propone actualizar los acuerdos de la OMC para hacer frente a nuevas cuestiones como la manipulación de la moneda, adoptar estándares laborales aplicables, revisar los procedimientos de resolución de conflictos y hacer que el “desarrollo sostenible” sea un objetivo explícito del régimen comercial multilateral.

Una crítica de la línea más dura de los demócratas en materia de comercio es que tendrá efectos adversos en las perspectivas de crecimiento de los países más pobres. Pero no existe ningún conflicto inherente entre las reglas comerciales que son más sensibles a las cuestiones sociales, ambientales y de igualdad de los países desarrollados y el crecimiento económico en los países en desarrollo.

Nada en los antecedentes históricos sugiere que los países pobres exigen barreras muy bajas o inexistentes en las economías avanzadas para beneficiarse marcadamente con la globalización. En verdad, todos los despegues económicos orientados a las exportaciones más impresionantes hasta la fecha –Japón, Corea del Sur, Taiwán y hasta China- ocurrieron cuando los aranceles a las importaciones en Estados Unidos y Europa estaban en niveles moderados, y más altos de lo que están hoy.

Pero no es sólo Estados Unidos y otras economías avanzadas las que necesitan más espacio en materia de políticas. Las reglas comerciales globales no deberían entorpecer a China y a otros países en su intento por aplicar sus propias políticas de diversificación estructural que promuevan el crecimiento. En definitiva, un régimen comercial mundial saludable y sostenible sería un régimen de “convivencia económica pacífica”, en el que los sistemas económicos prosperen lado a lado en lugar de verse forzados a conformar un único molde favorecido por las corporaciones internacionales. 

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