Guardianes de las huellas del desierto y el altiplano
En las alturas silenciosas del altiplano, templos construidos en adobe corren el riesgo de desaparecer. Más al sur, en la pampa desierta de Antofagasta, figuras milenarias dibujadas sobre la tierra —los geoglifos— comienzan a borrarse bajo las ruedas de jeeps y motos. En ambos extremos del desierto chileno, dos fundaciones trabajan junto a las comunidades para visibilizar y resguardar este patrimonio.

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En esos pueblos alejados, donde las comunidades ya comenzaban a migrar a la ciudad, aparecían pequeñas iglesias construidas en adobe, aún vivas, aún centrales en la vida colectiva, pero solas, deterioradas, olvidadas. “Nos embaucó la posibilidad de ayudar” recuerda Heinsen.
“Era una tierra fabulosa, con templos que no eran monumento nacional, que no estaban en los archivos, que a nadie parecían importarle. Y sin embargo, para ellos, eran el corazón su vida en comunidad”. En el 2000, tras varios viajes y aprendizajes, fundaron formalmente la Fundación Altiplano. Dos años después, él y Magdalena Pereira, historiadora del arte y también fundadora, se mudaron a Arica.
Restaurar más que paredes
Así nació su modelo de conservación sostenible en comunidad, que hoy se enseña y replica dentro y fuera de Chile. Restauraron templos como los de Socoroma y Belén con técnicas ancestrales y criterios antisísmicos, pero también han organizado festivales, desarrollado proyectos audiovisuales y levantado escuelas vivas en los mismos pueblos. En lugar de subcontratar empresas externas, impulsaron espacios donde albañiles, agricultores y jóvenes se forman trabajando el adobe, la piedra, la madera y el refuerzo estructural con técnicas aymaras.

Con el tiempo, han ampliado el enfoque hacia otras prácticas como la alimentación, los textiles y las artes visuales, integrando la restauración patrimonial a una visión más amplia de desarrollo local. “Lo más fácil son las cuatro paredes. Lo difícil es responder a la necesidad profunda de una comunidad que quiere seguir siendo comunidad”.
Frente a eso, Altiplano ha aprendido a escuchar, a recular cuando se equivoca, a pedir disculpas y a formalizar los compromisos, aunque no siempre en papel: a veces el acuerdo es un rito, una ceremonia. “La comunidad siempre tiene la decisión final. Nosotros sólo acompañamos”, resume.
Geoglifos desprotegidos
“Ese tipo de sitios no tiene muchos resguardos, salvo algunos carteles, y con eso no basta. Se han ido degradando por vehículos que pasan por ahí”, explica Juan Gili, diseñador, magíster en Territorio y Paisaje, y parte del equipo interdisciplinario de la fundación.
A diferencia de otros vestigios arqueológicos, los geoglifos no están construidos, sino excavados: el contraste entre capas de tierra crea la imagen. Por eso, una sola huella puede desdibujar el trazo completo. Desde entonces, la fundación ha trabajado para desarrollar estrategias de protección junto a comunidades locales, apostando por una conservación activa que permita ver sin destruir.
Para ellos, conservar no es encapsular, sino mediar: crear condiciones para que el patrimonio pueda ser visto y comprendido sin ser alterado. En vez de pensar los geoglifos como hitos aislados, proponen abordarlos como parte de un sistema más amplio, que incluye las rutas caravaneras, el paisaje y las lógicas de movilidad ancestral. En lugar de proteger un punto en el mapa, quieren resguardar una trama. Y eso implica, también, cambiar la manera en que miramos el desierto. “Desde el aire, cada vez que levantamos un dron, aparece un geoglifo nuevo. Es un paisaje que sigue hablando.”

El patrimonio se cuida en comunidad
“La protección parte cuando el patrimonio aparece como tema. Y para eso, primero hay que hacerlo visible”, dice Gili.
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