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Guardianes de las huellas del desierto y el altiplano

En las alturas silenciosas del altiplano, templos construidos en adobe corren el riesgo de desaparecer. Más al sur, en la pampa desierta de Antofagasta, figuras milenarias dibujadas sobre la tierra —los geoglifos— comienzan a borrarse bajo las ruedas de jeeps y motos. En ambos extremos del desierto chileno, dos fundaciones trabajan junto a las comunidades para visibilizar y resguardar este patrimonio.

Por: Josefina Hirane

Publicado: Jueves 19 de junio de 2025 a las 17:42 hrs.

<p>Guardianes de las huellas del desierto y el altiplano</p>

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Fue a fines de los 90, por invitación del párroco Amador Soto, misionero andino, que Cristian Heinsen —licenciado en Letras y máster en Documental Creativo— viajó por primera vez, junto a un grupo de jóvenes entusiastas, a los valles y quebradas de Arica y Parinacota. No buscaban patrimonio ni sabían de iglesias coloniales. Sin tener muy claro a qué iban, lo que encontraron los dejó sorprendidos y enamorados: un territorio verde incrustado en el desierto, habitado por culturas milenarias.

En esos pueblos alejados, donde las comunidades ya comenzaban a migrar a la ciudad, aparecían pequeñas iglesias construidas en adobe, aún vivas, aún centrales en la vida colectiva, pero solas, deterioradas, olvidadas. “Nos embaucó la posibilidad de ayudar” recuerda Heinsen.

“Era una tierra fabulosa, con templos que no eran monumento nacional, que no estaban en los archivos, que a nadie parecían importarle. Y sin embargo, para ellos, eran el corazón su vida en comunidad”. En el 2000, tras varios viajes y aprendizajes, fundaron formalmente la Fundación Altiplano. Dos años después, él y Magdalena Pereira, historiadora del arte y también fundadora, se mudaron a Arica. 

Restaurar más que paredes

Durante años trabajaron sin financiamiento público, levantando recursos entre amigos y donantes privados, aprendiendo sobre la marcha, guiados por los saberes de las propias comunidades. “El valor no lo determina un libro ni un experto. Es la comunidad la que designa lo que considera su tesoro”, dice Heinsen.

Así nació su modelo de conservación sostenible en comunidad, que hoy se enseña y replica dentro y fuera de Chile. Restauraron templos como los de Socoroma y Belén con técnicas ancestrales y criterios antisísmicos, pero también han organizado festivales, desarrollado proyectos audiovisuales y levantado escuelas vivas en los mismos pueblos. En lugar de subcontratar empresas externas, impulsaron espacios donde albañiles, agricultores y jóvenes se forman trabajando el adobe, la piedra, la madera y el refuerzo estructural con técnicas aymaras.



Con el tiempo, han ampliado el enfoque hacia otras prácticas como la alimentación, los textiles y las artes visuales, integrando la restauración patrimonial a una visión más amplia de desarrollo local. “Lo más fácil son las cuatro paredes. Lo difícil es responder a la necesidad profunda de una comunidad que quiere seguir siendo comunidad”.
Pero nada de eso ha sido fácil. “El que diga que ha hecho esto sin problemas, miente”, advierte Heinsen. Trabajar con comunidades implica adentrarse en mundos con historias propias, pero también atravesados por tensiones y desafíos que reflejan los de la sociedad en general. Muchas veces, la institucionalidad estatal ha impuesto divisiones —juntas de vecinos por un lado, organizaciones indígenas por otro— que no reflejan la lógica real de convivencia en los pueblos.

Frente a eso, Altiplano ha aprendido a escuchar, a recular cuando se equivoca, a pedir disculpas y a formalizar los compromisos, aunque no siempre en papel: a veces el acuerdo es un rito, una ceremonia. “La comunidad siempre tiene la decisión final. Nosotros sólo acompañamos”, resume. 

 

Geoglifos desprotegidos

A cientos de kilómetros al sur, otra fundación recorre un camino muy distinto, pero con una convicción compartida: que el patrimonio es parte vital de los territorios y debe ser resguardado desde allí.

Fue en 2015 cuando el equipo de la Fundación Desierto de Atacama —liderado por el arqueólogo Gonzalo Pimentel— decidió intervenir por primera vez en el sitio de Chug-Chug, un conjunto de más de 500 geoglifos ubicado en plena pampa del desierto. Sabían que una competencia de rally pasaría cerca y que, más que los vehículos de carrera, el peligro venía de quienes asistían a verla: espectadores que, buscando mejores vistas, conducían sus 4x4 hasta lo alto de los cerros, sin saber que estaban pasando por encima de figuras milenarias.

“Ese tipo de sitios no tiene muchos resguardos, salvo algunos carteles, y con eso no basta. Se han ido degradando por vehículos que pasan por ahí”, explica Juan Gili, diseñador, magíster en Territorio y Paisaje, y parte del equipo interdisciplinario de la fundación.

A diferencia de otros vestigios arqueológicos, los geoglifos no están construidos, sino excavados: el contraste entre capas de tierra crea la imagen. Por eso, una sola huella puede desdibujar el trazo completo. Desde entonces, la fundación ha trabajado para desarrollar estrategias de protección junto a comunidades locales, apostando por una conservación activa que permita ver sin destruir.

Su principio es claro: cualquier intervención en un sitio arqueológico debe ser reversible. En Chug-Chug, diseñaron una serie de estructuras temporales —miradores, senderos, señalética— que permiten observar las figuras desde lejos, sin pisarlas. “La gente no sabe cómo acercarse. Si no está normado, se suben encima. Y ahí todo se destruye”, dice Gili.

Para ellos, conservar no es encapsular, sino mediar: crear condiciones para que el patrimonio pueda ser visto y comprendido sin ser alterado. En vez de pensar los geoglifos como hitos aislados, proponen abordarlos como parte de un sistema más amplio, que incluye las rutas caravaneras, el paisaje y las lógicas de movilidad ancestral. En lugar de proteger un punto en el mapa, quieren resguardar una trama. Y eso implica, también, cambiar la manera en que miramos el desierto. “Desde el aire, cada vez que levantamos un dron, aparece un geoglifo nuevo. Es un paisaje que sigue hablando.”

 

El patrimonio se cuida en comunidad

Igual que en el caso de Altiplano, trabajar de la mano con las comunidades es parte del ADN de la Fundación Desierto de Atacama. En Chug-Chug, por ejemplo, lograron construir una alianza con dos agrupaciones indígenas de Calama, una de las cuales hoy administra el sitio y realiza monitoreo activo. Allí, la conservación no es solo técnica, sino también cultural y social: se trata de resguardar un legado y de reconocer el rol que tienen sus propios habitantes en su cuidado y transmisión.

Pero quizás el mayor aporte de la fundación ha sido visibilizar un patrimonio que hasta hace poco pasaba desapercibido. Lo han hecho a través de exposiciones que combinan arqueología, diseño y experiencias inmersivas: mapping, instalaciones, fotografía aérea. Una de sus muestras más reconocidas, Las líneas de Atacama, ha itinerado por el Palacio Pereira, el Museo Regional de Antofagasta y ahora se prepara para viajar a Buenos Aires.

“La protección parte cuando el patrimonio aparece como tema. Y para eso, primero hay que hacerlo visible”, dice Gili. 

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