El 20 de enero Donald Trump tomará posesión como el 45° presidente de Estados Unidos. No me gustaría decir “te lo dije”; sin embargo, su elección no debería haber causado sorpresa. Como expliqué en mi libro “Los malestares de la globalización” (2002), las políticas que hemos utilizado para manejar la globalización han sembrado las semillas del descontento generalizado. Irónicamente, un candidato del mismo partido que ha impulsado con más fuerza la integración financiera y comercial a nivel internacional ganó las elecciones prometiendo retroceder y anular ambas formas de integración.
Por supuesto, no hay vuelta atrás. China e India están ahora integradas en la economía mundial, y la innovación tecnológica está reduciendo el número de empleos de manufactura en todo el mundo. Trump no puede recrear los trabajos de manufactura bien pagados de las décadas pasadas; él sólo puede impulsar la manufactura avanzada, que requiere conjuntos de habilidades más sofisticados y proporciona empleos a menos personas.
Entre tanto, la creciente desigualdad continuará contribuyendo a la desesperación generalizada, especialmente entre los votantes blancos en la parte central de EEUU, quienes le sirvieron en bandeja a Trump su victoria electoral. Como los economistas Anne Case y Angus Deaton indicaron en su estudio de diciembre de 2015, la esperanza de vida entre los estadounidenses blancos de mediana edad está disminuyendo, mientras que de manera paralela aumentan las tasas de suicidios, consumo de drogas y alcoholismo. Un año más tarde, el Centro Nacional para Estadísticas de Salud de EEUU informó que la esperanza de vida para el país en su conjunto ha disminuido por primera vez en más de 20 años.
En los tres primeros años de la llamada recuperación tras la crisis financiera de 2008, 91% de las ganancias fue a manos de quienes están en el 1% superior en la distribución de las personas que generan ingresos. Mientras se rescataba a los bancos de Wall Street echando mano a millones de dólares de dinero de los contribuyentes, los propietarios de viviendas recibieron solamente una mísera ayuda. El presidente Barack Obama salvó no sólo a los bancos, sino también a los banqueros, accionistas y tenedores de bonos. Su equipo de política económica conformado por miembros de Wall Street rompió las reglas del capitalismo para salvar a la élite, confirmando la sospecha de millones de estadounidenses sobre que el sistema está, en palabras de Trump, “amañado”.
Obama trajo consigo “un cambio en el que usted puede creer” en ciertos temas, como por ejemplo en la política climática; pero, en lo que concierne a la economía, reforzó el statu quo –el experimento de 30 años con el neoliberalismo, que prometió que los beneficios de la globalización y de la liberalización “se derramarían gota a gota” para el beneficio de todos. En lugar de ello, los beneficios favorecieron a quienes están en la parte superior de la distribución de ingresos. Esto ocurrió en parte debido a un sistema político que en la actualidad parece basarse en el principio de “un dólar, un voto”, en lugar de “una persona, un voto”.
La creciente desigualdad, un sistema político injusto y un gobierno cuyo discurso indicaba que estaba trabajando a favor del pueblo, mientras tomaba acciones a favor de las élites, crearon las condiciones ideales para que un candidato como Trump aprovechara dicha situación. Si bien Trump es millonario, no es miembro de la élite tradicional, lo que dio credibilidad a su promesa de cambio “verdadero”. Y, a pesar de ello, las cosas permanecerán iguales bajo el mandato de Trump, quien se aferrará a la ortodoxia republicana en materia de impuestos. Además, al designar a miembros de grupos de cabildeo y de sectores industriales en su administración, Trump ya ha roto su promesa de “drenar el pantano” en Washington.
El resto de su agenda económica dependerá en gran medida de si el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, es un verdadero conservador fiscal. Trump ha propuesto que los grandes recortes de impuestos para los ricos se combinen con programas masivos de gasto en infraestructura, lo que impulsaría el PIB y mejoraría la posición fiscal del gobierno, pero no tanto como lo esperan los defensores de la economía de la oferta. Si Ryan no está tan preocupado por el déficit como dice que lo está, dará fácilmente su sello de aprobación a la agenda de Trump y la economía recibirá el estímulo fiscal keynesiano que le está haciendo falta desde hace tiempo.
Otra incertidumbre se relaciona con la política monetaria. Trump ya se ha pronunciado en contra de las tasas de interés bajas, y en la actualidad hay dos puestos vacantes en la Junta de Gobernadores de la Reserva Federal. A eso se suma el gran número de funcionarios de la Fed ansiosos por normalizar las tasas, y se puede apostar a que realmente se van a normalizar las tasas, quizás llevándolas a niveles que irán más allá de sólo contrarrestar el estímulo keynesiano de Trump.
Las políticas de Trump a favor del crecimiento también terminarán siendo socavadas si él exacerba la desigualdad a través de sus propuestas fiscales, así como si comienza una guerra comercial o abandona los compromisos de EEUU para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (especialmente si otros países adoptan represalias mediante la imposición de un impuesto transfronterizo). Ahora que los republicanos controlan la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso, tendrán una relativa libertad para debilitar el poder de negociación laboral de los trabajadores, para desregular Wall Street y otras industrias, y para hacer la vista gorda frente a las leyes antimonopolio ya instituidas y, consiguientemente, todo ello va a generar más desigualdad.
Si Trump sigue adelante con su amenaza de campaña sobre la imposición de aranceles a las importaciones chinas, la economía de EEUU probablemente sufrirá más que la de China. Bajo el actual marco de la OMC, por cada arancel “ilegal” que EEUU imponga, China puede tomar represalias en cualquier lugar que elija; por ejemplo, restricciones comerciales dirigidas a empleos en los distritos del congreso de aquellos congresistas que apoyan los aranceles.
Las medidas contra China permitidas en el marco de la OMC, como los aranceles antidumping, pueden estar justificadas en algunas áreas. Pero Trump no ha enunciado los principios rectores para la política comercial; además, EEUU, que subsidia directamente a sus industrias automotriz y aeronáutica, e indirectamente a sus bancos a través de tasas de interés muy bajas, tiene tejado de vidrio. Una vez que comience este juego de ojo-por-ojo, muy probablemente terminará en la destrucción del orden internacional abierto que se ha venido creando desde la Segunda Guerra Mundial.
Del mismo modo, el estado de derecho a nivel internacional, que se aplica principalmente a través de sanciones económicas, podría fracasar bajo el mandato de Trump. ¿Cómo responderá el nuevo presidente si las tropas alineadas por Rusia intensifican el conflicto en Ucrania? El verdadero poder de EEUU siempre se ha derivado de su posicionamiento como una democracia inclusiva. Sin embargo, muchas personas en el mundo ahora han perdido la confianza en los procesos democráticos. De hecho, en toda África he escuchado comentarios como, “Trump hace que nuestros dictadores se vean bien”. A medida que el poder blando estadounidense continúa erosionándose en 2017, el futuro del orden internacional se tornará más incierto.