El desempeño económico de la Argentina en 2012 desentonó con el del resto de la región. El mayor impulso para América Latina provino de países como Perú, Chile y Colombia, que terminarán el año con un crecimiento cercano a 6%, en el primer caso, y de entre 4,3% y 5%, para los dos restantes. El efecto combinado de la crisis global y del mix de política económica aplicado para defender la gestión de Cristina Kirchner, terminó achatando la actividad productiva local. Los consultores privados estiman que la variación del PIB argentino será cercana a 1,5%, no muy diferente de la que mostrará Brasil, cuya economía quedó jaqueada por la caída de su comercio con el mundo.
En el horizonte, el país cuenta con dos factores que contribuirán a mejorar su perfomance en el corto plazo. El principal, es el ciclo alcista de las commodities que potenciará el resultado de una cosecha de granos y oleaginosas que puede pasar los 100 millones de toneladas, devolviendo dinamismo al agro luego de los 87 millones de toneladas que sobrevivieron a la sequía que sacudió los cultivos de toda América. El otro motor será la mayor demanda que generará el socio más grande del Mercosur, el primer destino de las manufacturas industriales argentinas. El gobierno de Dilma Rousseff apuesta a lograr una variación positiva del PIB de 4% por el efecto doble de políticas activas para devolverle competitividad a las empresas brasileñas y las rebajas de impuestos con las que esperan darle nuevo oxígeno al consumo.
La perspectiva argentina, de todos modos, sigue intoxicada por la política. El 2013 será un año electoral, y si bien los análisis proyectan un crecimiento cercano a 3%, también cabe esperar una dosis creciente de intervencionismo del Estado sobre la economía que afectará el clima de negocios y frenará aún más el ritmo de la inversión privada.
En su segundo mandato como presidenta, Cristina Kirchner despliega un modelo de gestión que tiene cada vez menos puntos de contacto con el que desarrolló su esposo Néstor, quien estuvo a cargo del Poder Ejecutivo entre 2003 y 2007. En ese período, la devaluación posterior al default de 2002 generó un salto de competitividad para las empresas que fue uno de los grandes impulsores de la economía. La reestructuración de deuda de 2005 contribuyó a reconectar a la Argentina con el mundo financiero, y así fue como se consiguió sostener un alto ciclo de crecimiento con tipo de cambio alto y superávit gemelos (comercial y fiscal).
Pero todas las brechas favorables abiertas en ese lapso, comenzaron a agotarse. Desde 2008, el ciclo empezó a tener nuevos vectores. La inflación cobró protagonismo y el avance de la crisis financiera global por las hipotecas subprime despertó un nuevo tipo de respuestas de política económica, más agresivas pero no por eso más efectivas. El intento oficial de cambiar en marzo de ese año la tasa impositiva fija que pagan las exportaciones agropecuarias (actualmente en 35%) por una móvil disparó un largo conflicto con los productores agrarios que impactó negativamente en la economía. En septiembre, el derrumbe mundial de los mercados que provocó la caída de Lehman Brothers fue atacado con la estatización de los fondos de pensión, una movida que le aportó fondos frescos al Estado pero al precio de una fuerte salida de capitales.
La pérdida de depósitos en dólares y, por consiguiente de reservas, motivó a fin de 2009 otra decisión conflictiva, como fue la creación del Fondo del Bicentenario, una medida que le permitió al Tesoro utilizar dólares del Banco Central para cancelar vencimientos de deuda casi sin costo, ya que la contrapartida fue la entrega al organismo monetario de una letra intransferible a 10 años. La imposición de esta decisión por decreto motivó la salida del entonces titular del Central, Martín Redrado, y una nueva fuga de divisas.
El gobierno convalidó una política de incrementos salariales reales que no buscó combatir las causas de las alzas de precios (cuya variación se estabilizó desde 2008 en 22%/25%) sino apenas mitigar uno de sus principales efectos. En paralelo, el tipo de cambio dejó de actualizarse para priorizar su función como ancla inflacionaria, por lo cual las empresas comenzaron a padecer un creciente aumentos de costos en dólares.
Las mutaciones que sufrió el modelo desde entonces se hicieron cada vez más a nivel macroeconómico. Aunque el propósito declarado de la gestión no varió (la meta es conseguir crecimiento con inclusión social) la forma de aproximarse a él ya no es la misma. Si en los primeros años se apuntaba a sostener el tipo de cambio competitivo para alentar las exportaciones, en el segundo ciclo el peso argentino perdió fuerza y alentó un fuerte incremento de las importaciones, borrando el superávit comercial. El resultado fiscal positivo de los primeros años también se fue consumiendo. Por un lado, el Estado percibió menos ingresos por los gravámenes sobre el comercio exterior y, por el otro, la inflación lo obligó a ajustar numerosas partidas de gasto (esencialmente salarios, jubilaciones y subsidios a empresas de transporte y energía), forzando el financiamiento del sector público a través de la emisión del Banco Central y de la rentabilidad que obtiene la ANSeS, a través de los fondos que antes administraban las AFJP.
Después de ganar en 2011 la relección presidencial con 54% de los votos, la administración de Cristina Kirchner prometió un giro en su estrategia económica que resultó de corto vuelo. Sus funcionarios anunciaron que era necesario gestionar con "sintonía fina", anticipando la necesidad de recortar gastos y de devolverle competitividad a las empresas. La posibilidad de que produjera una devaluación del peso en el mediano plazo fue vista casi como una salida ineludible, factor que comenzó a presionar sobre el mercado cambiario. Pero lo que apareció en el escenario fue algo muy diferente: un esquema de controles sobre el dólar que persiguieron un único fin, como es el de restringir al máximo la demanda de divisas por parte del sector privado (tanto de ahorristas como de empresas), con el objetivo de que el Banco Central sea el comprador excluyente de dólares.
Para una economía altamente dolarizada como la argentina, en la que los bancos tenían depositados más de 15.000 millones en esa moneda y en la que la mayoría de las transacciones del mercado inmobiliario se hacían con billetes estadounidenses, la aplicación de esta política tuvo un doble efecto negativo. Por un lado, la desconfianza sobre sus alcances alimentó una mayor salida de divisas del sistema, restando reservas al Banco Central (BCRA) (la meta original de la medida). Y, por el otro, generó una contracción en la actividad mayor a la que se podía esperar por el débil contexto externo. Los exportadores fueron obligados a anticipar el pago de sus ventas, y los importadores empezaron a padecer la gestión burocrática de un permiso previo para traer mercaderías. Las multinacionales no fueron autorizadas a girar dividendos a sus matrices, y la construcción sufrió el menor ritmo de obras públicas y la paralización que sacudió la compraventa de viviendas.
El gobierno, a su manera, no está disconforme con los resultados, ya que ha demostrado en reiteradas ocasiones que prefiere avanzar poco -o incluso retroceder- con sus propias recetas, antes que crecer con ideas que no responden a su dogmatismo político.
La expropiación de la petrolera YPF es uno de esos casos. Aunque la empresa está sentada sobre uno de los yacimientos más valiosos del mundo de petróleo no convencional, todavía no consiguió un inversionista estratégico que acepte el marco de políticas oficiales. Es claro que en este caso el gobierno prefiere no apurarse, aunque eso lo obligue a seguir importando energía cara. Su expectativa es que aporte a futuro la misma proyección de valor que hoy goza Brasil por los descubrimientos de su plataforma marina.
En 2013 la campaña agrícola asegurará fondos frescos al Estado y a toda la economía. Habrá dólares excedentes y menores pagos de deuda, lo que permitirá mayor flexibilidad para administrar las importaciones y no trabar las inversiones, pero el control de divisas no se desarmará. Por el contrario, el Gobierno quiere profundizar su estrategia de pesificación de la economía.
El intervencionismo estatal tampoco dará marcha atrás. El mercado de generación, transmisión y distribución eléctrica (privatizado en los noventa) es su próximo blanco, aunque todavía no encontró la estrategia adecuada para operar.
El mundo promete traccionar más que en 2012. Brasil se fijó una ambiciosa meta de variación de su PIB de 4%, el riesgo europeo aparece más controlado y Estados Unidos y China aspiran a darle algo más de vigor a sus economías.
El gobierno argentino debe tratar de que sus planes no entorpezcan esta marcha, para evitar un traspié como el de este año. Hay un gran foco de incertidumbre en el frente financiero, por el pleito abierto ante la Justicia de Nueva York por los denominados fondos buitres. En caso de darse el peor escenario y Argentina entre en un default técnico (por incumplir alguna de las condiciones de emisión de su deuda) el golpe lo sentirán más las provincias y las empresas, ya que el Estado nacional no coloca deuda en el exterior.
Como siempre, la expectativa del año por venir se centra en las posibilidades de moderar el ritmo de la inflación. El Ejecutivo percibe que no podrá seguir sosteniendo el actual nivel de emisión monetaria (cercano a 30% anual) porque la demanda de dinero está cerca de su límite. Por eso activó una norma del Banco Central que obliga a los bancos a prestar a empresas el equivalente a 5% de sus depósitos, decisión que le dará liquidez a la economía y, al mismo tiempo, mejorará la tasa de inversión.
Aunque la desocupación está en un nivel históricamente bajo de 7,2%, este año no se creó empleo formal y la masa salarial ajustada por precios casi no varió. En un 2013 electoral, el gobierno necesita que la rueda vuelva a girar. Si logra instalar un crecimiento de 3% (el optimismo oficial trepa a 4,4%) puede darse por satisfecho