El crecimiento verde es una meta que vale la pena
La semana pasada, le tocó a Varsovia celebrar otra decepcionante reunión...
Por: Equipo DF
Publicado: Miércoles 27 de noviembre de 2013 a las 05:00 hrs.
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La semana pasada, le tocó a Varsovia celebrar otra decepcionante reunión sobre el cambio climático. En las últimas dos décadas, muchas otras ciudades han tenido ese placer. Esta vez, 195 países acordaron dolorosamente hacer una “contribución” a la lucha contra el cambio climático, en lugar de un “compromiso” más robusto. El objetivo sigue siendo alcanzar un acuerdo sólido en París en 2015. Las posibilidades de éxito deben ser insignificantes. La experiencia así lo demuestra.
Lo que hace de esto un episodio deprimente es que el mundo probablemente podría eliminar los riesgos de resultados catastróficos a un costo limitado, siempre y cuando se actúe con rapidez, eficazmente, y en conjunto. En su nuevo libro, El Casino Climático, William Nordhaus de la Universidad de Yale, y decano de los economistas climáticos, sostiene que el costo de limitar el aumento de la temperatura global a 2º C sería del 1,5% de la producción mundial, siempre y cuando se tomen las medidas adecuadas. Esto equivale sólo al crecimiento económico mundial de medio año. Pero la reducción sería mucho más costosa si los países responsables por la mitad de las emisiones no participaran: mantener los aumentos de temperatura en 2º C sería incluso imposible.
El profesor Nordhaus, una voz moderada en este debate, explica por qué el mundo debe aceptar los costos de esta iniciativa. El efecto invernadero es ciencia básica. Las emisiones han aumentado rápidamente. Las concentraciones atmosféricas de dióxido de carbono son ahora más de 400 partes por millón, 50% más altas que antes de la revolución industrial y muy por encima de los niveles del último millón de años. Las temperaturas globales han aumentado en los últimos 150 años. La reciente nivelación de la temperatura no es excepcional. Los científicos climáticos han sido incapaces de encontrar una explicación para el aumento de la temperatura que no se deba a las actividades realizadas por el ser humano.
Los argumentos de los escépticos se basan en que si hay incertidumbre no hay que hacer nada. En una calle con neblina, el número y la velocidad de otros vehículos son factores particularmente inciertos. Pero esta misma ignorancia hace que el manejar cautelosamente sea esencial. Lo mismo se aplica al clima. Dadas las incertidumbres sobre el sistema climático, lo más prudente es sin duda conducir con cuidado.
Un aspecto particularmente importante de esa incertidumbre son los puntos de inflexión. Sabemos que el clima de la tierra ha cambiado drásticamente en el pasado. Es posible – incluso probable – que algún proceso todavía no entendido a cabalidad pueda llevar al mundo a otra y quizás irreversible situación: el colapso de las grandes capas de hielo es una de esas posibilidades; otra es la de los grandes cambios en la circulación oceánica, y la tercera es la retroalimentación positiva en los procesos de calentamiento. Por otra parte, mientras que la humanidad puede aspirar a manejar efectivamente los efectos económicos de este tipo de eventos, lo mismo no puede decirse de su impacto en los océanos ni en las extinciones en masa.
Es irracional jugar en el casino climático sin tratar de eliminar los peores resultados posibles. Algunas personas están entusiasmadas con la posibilidad de la geoingeniería. Pero eso es agregar otro juego aleatorio. Sin duda, es más sensato limitar la acumulación excesiva de gases de efecto de invernadero, a condición de que se pueda realizar sin incurrir en costos agobiantes.
Las emisiones son, pues, un producto negativo de la actividad económica mundial. No sabemos el costo de dichas externalidades, pero podemos estar seguros de que es más que cero. Las externalidades no se arreglan a sí mismas. Ante la falta de derechos efectivos de la propiedad individual, requieren la acción del gobierno; en este caso la acción de cerca de 200 gobiernos. La solución más simple sería que todos los países estuviesen de acuerdo en un precio. Cada país impondría entonces un impuesto: el profesor Nordhaus sugiere que éste debería ser de
US$ 25 por tonelada de carbono. Los ingresos se quedarían entonces en casa. Las negociaciones serían sólo sobre ese precio. Mientras tanto, los países de ingresos altos se centrarían en invertir en investigaciones y desarrollo de nuevas tecnologías pertinentes y de asegurarse de que las mejores tecnologías estuviesen disponibles a bajo precio para los países emergentes y en desarrollo. ¿Por qué deberían hacerlo? La respuesta es: porque una atmósfera con bajos niveles de carbono es un bien público global.
Es por ahora imposible ser optimista de que algo como esto vaya a suceder. Esto es en parte porque el acuerdo necesario debe ser a largo plazo y global. Eso, a su vez, plantea difíciles cuestiones de equidad intrageneracional e intergeneracional. Pero la probabilidad del fracaso también se debe a los esfuerzos (exitosos) de los escépticos a enturbiar las aguas intelectuales y la resistencia justificada de los grupos de interés que se ven afectados. Algunas industrias –como las eléctricas y las de alto consumo de energía– se quejarán. Pero estas quejas tienen que mantenerse en su contexto. La pérdida de empleos en la políticamente poderosa industria del carbón en EEUU podría ser de 40.000 a lo largo de una década. En comparación con lo que ha sucedido en el mercado laboral de EEUU desde 2008, esto sería bien poquita cosa.
Más allá de eso, el público en general se preocupa (justificadamente) de que estaría mucho peor si no pudiéramos tratar a la atmósfera como un basurero gratis. También está claro que las fuentes de energía con baja emisión de carbono siguen siendo costosas y algunas tecnologías no han sido comprobadas a escalas relevantes. Por otra parte, un gran esfuerzo requiere una aceleración de la tasa de descarbonización. Eso no sucederá por sí mismo. Se necesita un empujón.
La combinación de precios más altos y el apoyo a las investigaciones de fondo deben resultar en dicho empujón. Felizmente, las pruebas sugieren que, ya sea por ignorancia o por inercia, los hogares y las empresas no están actualmente optimizando su consumo de energía. La combinación de precios más altos para el carbono y la regulación más firme podrían incluso ofrecer algunas agradables sorpresas: emisiones de carbono más bajas sin ninguna pérdida en la producción.
Supongamos que, a pesar de la lógica, resulte imposible alcanzar un acuerdo global relevante. ¿Tiene sentido para cualquier país o grupo de países tomar medidas firmes por su cuenta? Si el objetivo es hacer frente al cambio climático, la respuesta es: absolutamente no, a menos que los países sean China o EEUU. De hecho, incluso si los países fueran China y EEUU, no sería suficiente, ya que representan en conjunto sólo un poco más de las dos quintas partes de las emisiones globales. Pero podría ser posible que un país demostrase la prueba de concepto: que sí es posible que las economías crezcan rápidamente mientras reducen sus emisiones. Y al hacerlo, un país podría incluso, como algunos argumentan, lograr una ventaja importante en algunas nuevas industrias.
En cualquier caso, algunos países tienen que hacer el intento. De lo contrario, si todo el mundo se queda con las manos en los bolsillos, los esfuerzos por lograr un acuerdo efectivo deben seguramente decepcionar. En dicho caso terminaríamos apostando a la ausencia de un resultado negativo e irreversible. Podemos correr con suerte. Y si no, ¿qué pensará nuestra descendencia?
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