Fuego viene de “focus”, que en latín significa hogar. Y en este fuego de hogar se cuece la hogaza, el pan doméstico de cada día. Estas dos menciones virtuosas justifican que la invención del fuego sea considerada un hito en la historia de la civilización. Las aplicaciones del fuego en la artesanía, industria, minería, química, medicina, higiene ambiental corroboran la necesidad y utilidad de este elemento que, junto con el aire, el agua y la tierra constituyen el patrimonio básico de la naturaleza.
Como toda realidad, el fuego lleva en sí una inevitable ambivalencia. Inventado y utilizado para favorecer la vida, puede actuar naturalmente o usarse deliberadamente para destruirla. Ambivalencia, o bipolaridad que se reflejan en el lenguaje de las virtudes y pasiones humanas. Se habla del ardor ulcerante de la envidia, los celos y el odio, causantes de tantos homicidios. La ira pone rojo al que la experimenta, impulsándolo a devorar o destruir con su calentura a quien se la provoca. Ardiente por antonomasia es la pasión lujuriosa. Pero también las virtudes cardinales y teologales le conceden espacio y mérito al ardor ígneo. El amor es como el fuego, que nunca dice “¡Basta!”. La esperanza se representa en una llama invicta. Lámpara en nuestro sendero es la luz de la fe; y las vírgenes prudentes la proveen de combustible. El ardor combativo del guerrero está en la base de la virtud de la fortaleza. Aun la misma, fogosa ira puede y debe incendiar rostro y voluntad de quien detesta la escandalosa injusticia y reivindica la inviolabilidad de lo sagrado, como la vida e inocencia de un niño, la fidelidad a la fe prometida o el imperativo de la recta conciencia moral.
Jesús dijo haber venido a traer fuego a la tierra, y desear con vehemencia verlo arder. ¿Pirómano? ¡Pirófilo! = amante del fuego bueno ,del Cenáculo pentecostal, del Espíritu Santo que en lenguas de fuego habla el universal lenguaje del amor y vence la servil cobardía del temor. Ignacio, nombre del fundador de la Compañía de Jesús, significa “fogoso, ardiente”. Como la zarza que en las faldas del Sinaí ardía y ardía sin consumirse, atrayendo a Moisés para que reconociera y aceptara su vocación de libertador nacional. Esa evidencia incombustible convenció finalmente a Moisés de que para Dios no hay misión imposible. De ahí el temido reproche apocalíptico: “conozco tus fatigas y paciencia en el sufrimiento, pero tengo algo contra ti: has dejado extinguir el ardor del amor primero… No eres ni frío ni caliente, eres tibio y voy a vomitarte de mi boca” (Apoc. 2, 4 y 3, 16). Y a los que dejaron o hicieron morir a los más pequeños hermanos de Jesús les aguarda el irrevocable “¡Malditos, vayan al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles!” (Mateo 25, 41).
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