Este año, el Premio Nobel de Economía envió un mensaje tan potente como urgente: los países que no apuesten por la innovación están condenados al estancamiento. La Real Academia Sueca distinguió a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt por sus contribuciones fundamentales para entender el crecimiento económico sostenido a partir de la innovación tecnológica, destacando el concepto de destrucción creativa.
Este término, acuñado por Joseph Schumpeter y formalizado por Aghion y Howitt en su modelo teórico, describe cómo el progreso económico ocurre cuando nuevas ideas, productos o tecnologías reemplazan a los antiguos. Es un ciclo virtuoso que premia la renovación y penaliza la complacencia. Mokyr, por su parte, aportó evidencia histórica de cómo los valores culturales y las instituciones pro-innovación fueron decisivos en la revolución tecnológica que transformó para siempre el destino de Europa y el mundo.
En conjunto, el mensaje es inequívoco: el crecimiento sostenido no depende del azar ni de los recursos naturales, sino del conocimiento, la competencia y la capacidad de una sociedad para reinventarse constantemente.
Para Chile, este reconocimiento internacional debería ser una advertencia, pero también una oportunidad. Nuestra economía sigue firmemente anclada en la extracción de materias primas. Aunque el litio y el hidrógeno verde ofrecen ventajas comparativas, sin una estrategia de innovación que transforme esas materias en soluciones con valor agregado, corremos el riesgo de repetir la historia del cobre: exportar sin transformar, crecer sin desarrollarnos.
Hoy, la inversión en I+D en Chile apenas alcanza el 0,35% del PIB, muy lejos del promedio de los países OCDE, que supera el 2,7%. Más preocupante aún, más de la mitad de las empresas nacionales declara que no necesita innovar. Esa cifra no refleja falta de talento, sino una desconexión estructural entre el sistema productivo, el Estado y la academia. En otras palabras, falta una cultura de innovación que conecte la generación de conocimiento con los desafíos reales del país.
El Nobel de este año nos recuerda que innovar no es solo desarrollar nuevas tecnologías, sino crear un entorno que valore el cambio, el riesgo y la mejora continua. Requiere políticas públicas que incentiven la inversión privada en ciencia y tecnología, universidades que formen capital humano avanzado con mentalidad emprendedora y empresas que entiendan que su competitividad depende de cuánto logren diferenciarse a través del conocimiento.
Chile necesita transitar desde una economía extractiva hacia una economía creativa, basada en la investigación aplicada, la transferencia tecnológica y la colaboración público-privada. Esto no se logra de un día para otro, pero sí exige una decisión política y cultural profunda: dejar de ver la innovación como un lujo académico y entenderla como un imperativo estratégico para el desarrollo sostenible.
Los países que lideran el crecimiento no son los que más recursos tienen, sino los que más se atreven a cambiar. En un mundo en transformación permanente, la destrucción creativa no es una amenaza, sino una invitación: reemplazar lo viejo por lo mejor, lo ineficiente por lo inteligente, lo limitado por lo posible.
El Nobel de Economía 2025 lo deja más claro que nunca: innovar no es una opción, es la única forma de avanzar.