Considerado como uno de los 25 grandes pensadores del mundo por la revista francesa Le Nouvel Observateur, los libros, columnas y tuits del filósofo y ensayista español Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) son referentes fundamentales para quienes aspiran a comprender un mundo “más cercano al caos que al orden”, marcado por fenómenos como el de Trump, Brexit, Bolsonaro y VOX, en España. Académico de filosofía política y social, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática, fue el invitado estrella del último festival Puerto de Ideas, en Valparaíso, donde estuvo a cargo de la conferencia de cierre. Autor de obras centrales sobre las transformaciones de la democracia contemporánea como “La política en tiempos de indignación” (2015) y “Política para perplejos” (2018), desde Florencia –donde dicta clase en el Instituto Europeo–, analiza un escenario mundial de “inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria y viralidad”.

-Usted ha escrito que la palabra de 2018 fue “volatilidad”. ¿Cómo se manifiesta?
-Es un término más propio del mundo financiero, que tiene diversas manifestaciones, pero la más evidente es la política. Venimos de una democracia de partidos, que era la forma política adecuada a una sociedad estructurada establemente en clases sociales, destinadas a encontrar una correspondencia en términos de representación. Al igual que otras organizaciones sociales, los partidos eran organizaciones pesadas que no se limitaban a gestionar los procesos institucionales de la representación, sino que también incorporaban a sus estructuras áreas enteras de la sociedad, orientando su cultura y sus valores de modo que pudieran asegurarse la previsibilidad de su comportamiento político y electoral. Hoy tenemos una “democracia de las audiencias” (Manin), es decir, una democracia en la que los partidos han sido de alguna manera arrollados por esta volatilidad y actúan con oportunismo en vez de estrategia, en correspondencia con un comportamiento de los electores sin compromisos estables.
-¿Qué ocurre con los electores?
-Esos individuos se sienten mal representados porque de hecho ya no son representables a la vieja manera de un mundo estable; emiten señales difusas que el sistema político no consigue identificar, elaborar y representar adecuadamente. Por eso los partidos tienen grandes dificultades para escuchar a sus votantes y entender, agregar o procesar sus demandas.
-¿Cómo se explica usted las “sorpresas políticas” como Trump, el Brexit, Bolsonaro y VOX, en España? ¿Tienen una lógica común o, por el contrario, lo común es lo ilógico?
-Creo que, mas allá de sus notables diferencias, tienen en común su carácter imprevisible. Cada vez tenemos más la sensación de que en política cualquier cosa puede suceder, de que lo improbable y lo previsible ya no lo son tanto. Este tipo de sorpresas no serían tan dolorosas si no fuera porque ponen de manifiesto que no tenemos ningún control sobre el mundo, ni en términos de anticipación teórica ni en lo que se refiere a su configuración práctica. Lo que convierte a la política en algo tan inquietante es el hecho de que sea imprevisible cuál será la próxima sorpresa que la ciudadanía está preparando a sus políticos. Nadie sabe con seguridad cómo funciona esa relación entre ciudadanos y políticos, que se ha convertido en una auténtica “caja negra” de la democracia. Reina en todas partes una medida excesiva de azar y arbitrariedad.
-¿Qué repercusión tendrían las nuevas tecnologías en nuestra forma de vida política?
-Todavía no sabemos con precisión qué le pasa a la política y a sus instituciones específicas cuando cambia el entorno tecnológico como está sucediendo ahora con los algoritmos, el internet de las cosas, la robotización o la inteligencia artificial. Todavía es difícil saberlo y tal vez esa ignorancia explique el hecho de que se hayan formulado dos tipos de diagnósticos que implican, aunque por motivos contrapuestos, una cierta despedida de la política: los profetas del entusiasmo anuncian el poder absoluto de la tecnología sobre la política, lo que consideran fundamentalmente algo positivo. El llamado “internet de las cosas” va a transformar también las prácticas políticas y hay quien profetiza que podría incluso cumplir la función de reparar o sustituir a las estructuras políticas debilitadas o ausentes. La nueva tecnología vendría a resolver los problemas ante los que ha fracasado la vieja política.
-¿Y el diagnóstico negativo?
-El otro final de la política es pesimista en la medida en que se asocia necesariamente el nuevo entorno tecnológico a la pérdida de capacidad de gobierno sobre los procesos sociales y a la desdemocratización de las decisiones políticas. La tecnofilia y la tecnofobia comparten la suposición de que la lógica de la tecnología puede sustituir a la de la política; solo se diferencian en considerarlo una buena o una mala noticia.
La “antipolítica”
-¿Los ciudadanos enojados por noticias basura serán una constante?
-Pienso que que hay un nicho de votantes relativamente numeroso –y que aumenta en tiempos de incertidumbre, cuando el miedo o el simple desconcierto nos convierte en sujetos impredecibles– formado por quienes están especialmente irritados (que no coinciden necesariamente con eso que se ha dado en llamar “los perdedores de la globalización”) y que en cada elección optan por aquello que consideran que mejor expresa su cólera contra el poder establecido.

-Los indignados…
-Los indignados cuya indignación se satisface votando a quienes sienten que representan mejor la antítesis de lo que detestan. Responde más al rechazo que a la identificación. Este tipo de comportamiento es un caso de la desproporción que existe en las democracias contemporáneas entre el gran poder de movilización negativa y el escaso poder de movilización constructiva, de ese votar en contra, en vez de a favor de algo, que caracteriza la actitud antipolítica de muchos de nuestros conciudadanos. La paradoja consiste en que tenemos que explicar un movimiento político por motivos que están desprovistos de toda lógica política. Este comportamiento electoral es, a mi juicio, la expresión más desinhibida de la antipolítica. Pone de manifiesto que el antagonismo entre la política y la antipolítica es más fuerte que el de derecha e izquierda.
-¿La antipolítica es más fuerte en la izquierda o en la derecha?
-Actitudes antipolíticas las hay, por cierto, en todo el arco ideológico, aunque en la extrema derecha se concentren especialmente. Hay despolitización tecnocrática y también de carácter populista. Es la degradación de nuestra vida política lo que ha alimentado este monstruo. La política se nos ha convertido en una centrifugadora que polariza y simplifica el antagonismo. Cuanto menos calidad tiene la vida política, más vulnerables somos al poder de los más brutos, mayor es el espacio que dejamos a los provocadores.
-En una época impredecible, ¿es posible adelantarse a determinados fenómenos o siquiera hacer lecturas correctas de lo que sucede a través, por ejemplo, de las encuestas?
-Toda esta incertidumbre plantea especiales desafíos a las ciencias que se ocupan de la interpretación de los asuntos políticos. En primer lugar, se requiere una reflexión acerca de la metodología de las encuestas que infravaloran las posibilidades de éxito de candidatos que, como Trump, rompen las reglas más elementales de la competición electoral con una campaña tóxica en la que se insulta a casi todos los posibles grupos de referencia (mujeres, emigrantes, veteranos de guerra…). La capacidad predictiva de las encuestas exige valorar mejor las actitudes y comportamiento de los votantes. En una época de menor militancia en los partidos y gran volatilidad los márgenes de error tienen que ser tomados más en serio. Las regularidades de la democracia representativa tal y como la conocemos —especialmente, la política de clases— parecen haberse roto (la expectativa, por ejemplo, de que los trabajadores voten a la izquierda, como ha dejado en buena manera de suceder en Estados Unidos, Francia e Inglaterra). Ha llegado el momento de reflexionar con una mayor sutileza acerca de ciertos desplazamientos tectónicos que están teniendo lugar en nuestras sociedades y medir mejor esas tendencias.
-Usted ha hablado de la necesidad de no subestimar la fortaleza de lo que aborrecemos…
-Es una segunda advertencia que deberíamos tomar en consideración. Uno trata de ser objetivo y argumentar sobre la base de evidencias, pero también los científicos sociales son humanos y tienen opiniones o preferencias, menos fáciles de contener cuando estamos ante situaciones de especial dramatismo. Ni siquiera en estos casos deberíamos permitir que nuestras preferencias se convirtieran en prejuicios. Muchos de los que votaron por el Brexit o Trump lo hicieron sobre la base de razones y, por mucho que nos parezcan malas decisiones, no deberíamos dejar de analizar los factores que llevaron a tanta gente a votar de ese modo. La tercera reflexión es que necesitamos nuevos conceptos para entender lo que está pasando.
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo, ¿qué significa el término establishment cuando todos los políticos han hecho su carrera despotricando del establishment del que proceden y siguen representando? ¿De qué hablamos cuando hablamos de populismo y bajo este término englobamos a políticos tan dispares como Trump, Grillo, Tsipras o Le Pen? ¿Alguien sabe exactamente qué es lo que quieren conservar los conservadores y hacia qué futuro pretenden dirigirnos los progresistas? Estamos utilizando términos huecos (“significantes vacíos” los llaman quienes aspiran a obtener alguna ventaja de esta resignificación) y esta vacuidad pone de manifiesto que poco entendemos lo que está pasando. Necesitamos urgentemente nuevos conceptos para entender las transformaciones de la democracia contemporánea y no sucumbir en medio de la incertidumbre que provoca su desarrollo imprevisible.
-Usted ha escrito sobre una época marcada por “inestabilidad permanente, turbulencias políticas, histeria y viralidad”. ¿Deberíamos resignarnos a que será así nuestro tiempo? ¿No hay espacio para cierto equilibrio?
-El gran problema político del mundo contemporáneo es cómo organizar lo inestable sin renunciar a las ventajas de su indeterminación y apertura. Tendremos que aprender a vivir con menos certezas, itinerarios vitales menos lineales, electorados imprevisibles, representaciones contestadas y futuros más abiertos que nunca. No creo que haya una posibilidad de revertir esta situación, que se ha convertido en aquello que tenemos que gobernar.
-En este escenario, ¿cuál es el desafío para la política, de sobrevivir?
-La gran tarea de la inteligencia colectiva consiste hoy en explorar las posibilidades de producir equilibrio en un mundo más cercano al caos que al orden. Hemos de preguntarnos de qué modo podemos regular esos nuevos espacios, hasta qué punto está en nuestras manos proporcionar una cierta estabilidad, si podemos corregir nuestra fijación en el presente y hacer del futuro el verdadero foco de la acción política, si es posible construir los acuerdos necesarios en entornos de fragmentación política y radicalización. De lo único que podemos estar ciertos es de que se equivocan quienes aseguran que la política es una tarea simple o fácil.