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El otro 1%, la ventaja genética de los genios

La ciencia indica que no somos una “tabula rasa” al nacer. Por mucho que quisiéramos que así fuera, los dones y los talentos no están repartidos equitativamente.

Por: Anjana Ahuja, Financial Times | Publicado: Viernes 23 de septiembre de 2016 a las 04:00 hrs.
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La sociedad tiene diversos nombres para ellos: el 1%, los excepcionales, los genios, los superinteligentes, y los dotados y talentosos. Ellos son los niños que superan de manera extraordinaria a sus compañeros en los exámenes escolares.

En Estados Unidos, numerosos programas universitarios para “identificar talento” han estado siguiendo la trayectoria de adolescentes de altos logros para descubrir a dónde van a parar, y los resultados desafían la noción imperante de que la grandeza procede simplemente de la dedicación y de la práctica. En lugar de que la evidencia demuestre que los que tienen éxito “no nacen sino que se hacen”, más bien indica que los niveles más altos de la sociedad están llenos de personas exitosas que “nacieron y luego se hicieron”. Esto indica que el éxito es el resultado del trabajo duro agregado a una pequeña porción de ventaja cognitiva temprana.

Uno de los estudios longitudinales de más larga duración de niños de alta inteligencia es el Estudio de Jóvenes Matemáticamente Precoces, originalmente iniciado en la Universidad Johns Hopkins. El estudio —ahora con 45 años y con sede en la Universidad Vanderbilt— ha sacado a la luz a unos 5.000 individuos que demostraron un talento precoz para el razonamiento numérico y/o el razonamiento verbal.

Johns Hopkins también abrió un programa de talento para los jóvenes adolescentes que calificaron dentro del 1% en matemáticas e inglés a nivel universitario: sus ex alumnos, según Nature, incluyen al matemático Terence Tao (quien al parecer comenzó a estudiar álgebra de Boole a los siete años); a las estrellas de la tecnología Mark Zuckerberg de Facebook y Sergey Brin de Google; y a la cantante Lady Gaga.

Pero esta ilustre lista de alumnos podría simplemente representar a un pequeño grupo de personas de valores atípicos dentro de un grupo mayor de personas de valores atípicos. ¿Cómo podemos medir con mayor generalidad si la aptitud de la infancia representa una guía para el éxito? Esa es la pregunta que Jonathan Wai —un psicólogo en el Programa de Identificación de Talento de la Universidad de Duke— se propuso contestar.

El investigador consideró a cinco grupos de la élite estadounidense: directores ejecutivos de empresas Fortune 500, jueces federales, multimillonarios y miembros del Senado y de la Cámara de Representantes. Wai descubrió que, en cada grupo, los que se encontraban en la parte superior del 1% de habilidad — calificados según los resultados de los exámenes escolares— estaban sobrerrepresentados.

Es probable que algunos se hubieran visto favorecidos por asistir a escuelas destacadas o tener padres exigentes. Aún así, Wai sostiene que el medio ambiente por sí solo no puede justificar las estadísticas de éxito; es por eso que él sugiere que los expertos “nacen y luego se hacen”.

Lo que nos lleva a una pregunta polémica: si las personas exitosas comienzan su ascenso en la cuna, ¿qué papel juegan los genes? Robert Plomin, profesor de genética del King’s College de Londres, ha correlacionado las calificaciones de los exámenes con las “calificaciones poligénicas” de los individuos.

En julio, reveló que estas calificaciones —obtenidas examinando 20.000 genes— podían ser responsables de 10% de la variación en el logro académico a los 16 años. Las calificaciones poligénicas altas estaban asociadas con altas notas (A y B, las dos de mayor valor en el sistema estadounidense) y con una gran posibilidad de continuar estudiando; los estudiantes con bajas calificaciones obtuvieron B y C, y tenían menos probabilidades de permanecer en la escuela.

Ese estudio —descrito por el profesor Plomin como un “punto de inflexión” en el pensamiento sobre cómo los genes afectan al aprendizaje— fue en gran parte ignorado por los legisladores, quienes constantemente argumentan que deberíamos hacer que nuestras economías estén perfectamente preparadas para el futuro fomentando el florecimiento de los mejores y más brillantes intelectos. El dilema para los políticos, y para la sociedad, es el siguiente: la ciencia indica que no somos una “tabula rasa” al nacer y, por mucho que quisiéramos que así fuera, no parece que los dones y los talentos estén igualmente repartidos.

Esto no quiere decir que haya que darse por vencido, ni sugiere que sólo quienes han sido genéticamente bendecidos merecen tener éxito. Esas pequeñas diferencias académicas arraigadas en nuestros genes —malas calificaciones, por ejemplo, que conduzcan a un trabajo mal remunerado en lugar de a la universidad y, por lo tanto, a una salida de la trayectoria educativa— con demasiada frecuencia se convierten en las bifurcaciones del camino que conducen a diferentes resultados a lo largo de la vida. Los educadores y los políticos no tienen el don de poder cambiar nuestros genes, pero sí está en su poder, a través de proporcionar educación y oportunidades, construir más caminos hacia el éxito para el otro 99%.

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