Escuela de Humanitas
Discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió el pasado sábado 21 de mayo a los directores, docentes y estudiantes de la Universidad Católica del Sagrado Corazón (Milán), recibiéndolos en audiencia, en el Aula Pablo VI, con motivo del 90º aniversario de su fundación.
Por: | Publicado: Viernes 3 de junio de 2011 a las 05:00 hrs.
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“Estoy muy contento de tener este encuentro con vosotros que formáis parte de la familia de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, surgida hace noventa años de la iniciativa del Instituto Giuseppe Toniolo de Estudios Superiores, ente fundador y garante del Ateneo, y de la feliz intuición del padre Agostino Gemelli. Le doy las gracias al cardenal Tettamanzi y al profesor Ornaghi, por las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos.
Nuestro tiempo es un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece afectada por un progresivo deterioro, mientras que se pone el acento en las disciplinas llamadas “productivas”, de ámbito tecnológico y económico; hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico, la cuestión fundamental del sentido. La cultura contemporánea, entonces, tiende a confinar a la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida en la que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no parece haber espacio para la razón del creer, por lo que la dimensión religiosa es relegada a la esfera de lo opinable y de lo privado. En este contexto, las motivaciones y las mismas características de la institución universitaria se ponen en cuestión radicalmente.
Noventa años después de su fundación, la Universidad Católica del Sagrado Corazón se encuentra viviendo este punto de inflexión histórico, en el que es importante consolidar e incrementar las razones por las que nació, llevando la connotación eclesial que se evidencia con el adjetivo “católica”; la Iglesia, de hecho, “experta en humanidad”, es promotora de un humanismo auténtico. Emerge, desde esta perspectiva, la vocación original de la Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de Humanitas en la que se cultiva un saber vital, se forjan personalidades altas y se transmiten conocimientos y competencias de valores. La perspectiva cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se opone a saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y es el camino hacia la verdad plena, guía del desarrollo auténtico. Sin orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y ardua, todas las culturas se deterioran, caen en el relativismo y se pierden en lo efímero. Apartada por el movimiento de un reduccionismo que la mortifica y la limita, puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada por la realidad, desarrollando así un auténtico servicio a la vida.
Queridos amigos, fe y cultura están intrínsecamente unidas, manifestaciones de aquel desiderium naturale videndi Deum que está presente es todos los hombres. Cuando este matrimonio se separa, la humanidad tiende a replegarse y a encerrarse en sus propias capacidades creativas. Es necesario, entonces, que en la Universidad haya una auténtica pasión por la cuestión de lo absoluto, la verdad misma, y por tanto también por el saber teológico, que en vuestro Ateneo es parte integrante del plan de estudios. Uniendo en sí la audacia de la búsqueda y la paciencia de la maduración, el horizonte teológico puede y debe valorar todos los recursos de la razón. La cuestión de la Verdad y de lo Absoluto – la cuestión de Dios- no es una investigación abstracta, divorciada de la realidad cotidiana, pero ahí está la pregunta crucial, de la que depende radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida. En el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de liberar valores culturales, humanísticos y éticos. El saber de la fe, por tanto, ilumina la búsqueda del hombre, la interpreta humanizándola, la integra en proyectos de bien, arrancándola de la tentación del pensamiento calculador, que instrumentaliza el saber y hace de los descubrimientos científicos, medios de poder y de esclavitud del hombre.
El horizonte que anima el trabajo universitario puede y debe ser la pasión auténtica por el hombre. Sólo en el servicio al hombre, la ciencia se desarrolla como un cultivo verdadero y custodia del universo (cfr Gn 2,15). Y servir al hombre es hacer la verdad en la caridad, es amar la vida, respetarla siempre, comenzando por las situaciones en las que es más frágil e indefensa. Este es nuestro deber, especialmente en los tiempos de crisis: la historia de la cultura muestra como la dignidad del hombre es reconocida verdaderamente en su integridad a la luz de la fe cristiana. La Universidad Católica está llamada a ser lugar en el que toma forma de excelencia, la apertura al saber, la pasión por la verdad, esos intereses por la historia del hombre que caracterizan la auténtica espiritualidad cristiana. Asumir, de hecho, una actitud cerrada o separada de la perspectiva de la fe, significa olvidar que esta ha estado a lo largo de la historia, y que es, sin embargo, fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo que desarrolla todas las potencialidades positivas por el bien auténtico del hombre. Como afirma el Concilio Vaticano II, la fe es capaz de donar luz a la existencia. Dice el Concilio que la fe: “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes, 11).
La Universidad Católica es donde esto debe darse con singular eficacia, ya sea bajo el perfil científico o didáctico. Este peculiar servicio a la Verdad es don de gracia y expresión calificadora de caridad evangélica. La declaración de la fe y el testimonio de la caridad son inseparables (cfr 1Jn 3, 23). El núcleo profundo de la verdad de Dios, de hecho, es el amor con el que Él se ha inclinado hacia el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús, descubrimos que Dios es amor y que sólo en el amor podemos conocerlo: “el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4, 7 y 8) dice San Juan. Y san Agustín afirma: “Non intratur in veritatem nisi per caritatem” (Contra Faustum, 32).
La cima del conocimiento de Dios se alcanza en el amor; este amor que sabe ir a la raíz, que no se contenta con ocasionales expresiones filantrópicas, pero que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y muerte. El hombre necesita amor, el hombre necesita la verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad y estar expuesto a la violencia de las pasiones y condicionamientos abiertos y ocultos (cfr Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 46). La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y piadoso, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones. Sin esta visión, sin esta dimensión teologal original y profunda, la caridad se contenta con la ayuda ocasional y renuncia al deber profético, que le es propio, de transformar la vida de la persona y las mismas estructuras de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas apasionados, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar el corazón de la realidad.
Queridos jóvenes universitarios de la “Católica”, sois la demostración viva de este carácter de la fe que cambia la vida y salva al mundo, con los problemas y las esperanzas, con los interrogantes y las certezas, con las aspiraciones y los compromisos que el deseo de una vida mejor genera y la oración alimenta. Queridos representantes del personal técnico-administrativo estad orgullosos de los deberes que os han sido consignados en el contexto de la gran familia universitaria apoyando las actividades de tipo formativo y profesional. Y a vosotros, queridos docentes, se os ha confiado un papel decisivo: mostrar como la fe cristiana es un fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo para desarrollar todas las potencialidades positivas, por el bien auténtico del hombre. Lo que la razón percibe, la fe ilumina y manifiesta. La contemplación de la obra de Dios abre al saber la exigencia de la investigación racional, sistemática y crítica; la búsqueda de Dios refuerza el amor por las letras y ciencias profanas: “Fides ratione adiuvatur et ratio fide perficitur”, afirma Hugo de San Vittore (De sacramentis, I, III, 30:PL 176, 232). Desde esta perspectiva, la Capilla es el corazón que late y el alimento constante de la vida universitaria, al que se le une el Centro Pastoral donde los Asistentes Espirituales de las distintas sedes están llamados a desarrollar su preciosa misión sacerdotal que es imprescindible para la identidad de la Universidad Católica. Como enseña el Beato Juan Pablo II, la Capilla es “un lugar del espíritu, en el que los creyentes en Cristo, que participan de diferentes modos en el estudio académico, pueden detenerse para rezar y encontrar alimento y orientación. Es un gimnasio de virtudes cristianas, en el que la vida recibida en el bautismo crece y se desarrolla sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para todos los que, escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en buscadores de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria a un saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser un centro vital para promover la renovación cristiana de la cultura mediante un diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y bien fundadas (cf. 1 Pe 3, 15), y un testimonio que cuestione y convenza”. Discurso a los Capellanes europeos, 1 de mayo de 1998). Así dijo el Papa Juan Pablo II en 1998.
Queridos amigos, espero que la Universidad Católica del Sagrado Corazón, en armonía con el Instituto Toniolo, prosiga con confianza renovada su camino, mostrando eficazmente que la luz del Evangelio es fuente de verdadera cultura capaz de liberar energías de un humanismo nuevo, integral, trascendente. Os confío a María Sedes Sapientiae y con afecto os imparto de corazón, la Bendición Apostólica.
Nuestro tiempo es un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece afectada por un progresivo deterioro, mientras que se pone el acento en las disciplinas llamadas “productivas”, de ámbito tecnológico y económico; hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico, la cuestión fundamental del sentido. La cultura contemporánea, entonces, tiende a confinar a la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida en la que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no parece haber espacio para la razón del creer, por lo que la dimensión religiosa es relegada a la esfera de lo opinable y de lo privado. En este contexto, las motivaciones y las mismas características de la institución universitaria se ponen en cuestión radicalmente.
Noventa años después de su fundación, la Universidad Católica del Sagrado Corazón se encuentra viviendo este punto de inflexión histórico, en el que es importante consolidar e incrementar las razones por las que nació, llevando la connotación eclesial que se evidencia con el adjetivo “católica”; la Iglesia, de hecho, “experta en humanidad”, es promotora de un humanismo auténtico. Emerge, desde esta perspectiva, la vocación original de la Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de Humanitas en la que se cultiva un saber vital, se forjan personalidades altas y se transmiten conocimientos y competencias de valores. La perspectiva cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se opone a saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y es el camino hacia la verdad plena, guía del desarrollo auténtico. Sin orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y ardua, todas las culturas se deterioran, caen en el relativismo y se pierden en lo efímero. Apartada por el movimiento de un reduccionismo que la mortifica y la limita, puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada por la realidad, desarrollando así un auténtico servicio a la vida.
Queridos amigos, fe y cultura están intrínsecamente unidas, manifestaciones de aquel desiderium naturale videndi Deum que está presente es todos los hombres. Cuando este matrimonio se separa, la humanidad tiende a replegarse y a encerrarse en sus propias capacidades creativas. Es necesario, entonces, que en la Universidad haya una auténtica pasión por la cuestión de lo absoluto, la verdad misma, y por tanto también por el saber teológico, que en vuestro Ateneo es parte integrante del plan de estudios. Uniendo en sí la audacia de la búsqueda y la paciencia de la maduración, el horizonte teológico puede y debe valorar todos los recursos de la razón. La cuestión de la Verdad y de lo Absoluto – la cuestión de Dios- no es una investigación abstracta, divorciada de la realidad cotidiana, pero ahí está la pregunta crucial, de la que depende radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida. En el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que no deja de liberar valores culturales, humanísticos y éticos. El saber de la fe, por tanto, ilumina la búsqueda del hombre, la interpreta humanizándola, la integra en proyectos de bien, arrancándola de la tentación del pensamiento calculador, que instrumentaliza el saber y hace de los descubrimientos científicos, medios de poder y de esclavitud del hombre.
El horizonte que anima el trabajo universitario puede y debe ser la pasión auténtica por el hombre. Sólo en el servicio al hombre, la ciencia se desarrolla como un cultivo verdadero y custodia del universo (cfr Gn 2,15). Y servir al hombre es hacer la verdad en la caridad, es amar la vida, respetarla siempre, comenzando por las situaciones en las que es más frágil e indefensa. Este es nuestro deber, especialmente en los tiempos de crisis: la historia de la cultura muestra como la dignidad del hombre es reconocida verdaderamente en su integridad a la luz de la fe cristiana. La Universidad Católica está llamada a ser lugar en el que toma forma de excelencia, la apertura al saber, la pasión por la verdad, esos intereses por la historia del hombre que caracterizan la auténtica espiritualidad cristiana. Asumir, de hecho, una actitud cerrada o separada de la perspectiva de la fe, significa olvidar que esta ha estado a lo largo de la historia, y que es, sin embargo, fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo que desarrolla todas las potencialidades positivas por el bien auténtico del hombre. Como afirma el Concilio Vaticano II, la fe es capaz de donar luz a la existencia. Dice el Concilio que la fe: “La fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas” (Gaudium et spes, 11).
La Universidad Católica es donde esto debe darse con singular eficacia, ya sea bajo el perfil científico o didáctico. Este peculiar servicio a la Verdad es don de gracia y expresión calificadora de caridad evangélica. La declaración de la fe y el testimonio de la caridad son inseparables (cfr 1Jn 3, 23). El núcleo profundo de la verdad de Dios, de hecho, es el amor con el que Él se ha inclinado hacia el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús, descubrimos que Dios es amor y que sólo en el amor podemos conocerlo: “el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4, 7 y 8) dice San Juan. Y san Agustín afirma: “Non intratur in veritatem nisi per caritatem” (Contra Faustum, 32).
La cima del conocimiento de Dios se alcanza en el amor; este amor que sabe ir a la raíz, que no se contenta con ocasionales expresiones filantrópicas, pero que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y muerte. El hombre necesita amor, el hombre necesita la verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad y estar expuesto a la violencia de las pasiones y condicionamientos abiertos y ocultos (cfr Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 46). La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y piadoso, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones. Sin esta visión, sin esta dimensión teologal original y profunda, la caridad se contenta con la ayuda ocasional y renuncia al deber profético, que le es propio, de transformar la vida de la persona y las mismas estructuras de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas apasionados, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar el corazón de la realidad.
Queridos jóvenes universitarios de la “Católica”, sois la demostración viva de este carácter de la fe que cambia la vida y salva al mundo, con los problemas y las esperanzas, con los interrogantes y las certezas, con las aspiraciones y los compromisos que el deseo de una vida mejor genera y la oración alimenta. Queridos representantes del personal técnico-administrativo estad orgullosos de los deberes que os han sido consignados en el contexto de la gran familia universitaria apoyando las actividades de tipo formativo y profesional. Y a vosotros, queridos docentes, se os ha confiado un papel decisivo: mostrar como la fe cristiana es un fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo para desarrollar todas las potencialidades positivas, por el bien auténtico del hombre. Lo que la razón percibe, la fe ilumina y manifiesta. La contemplación de la obra de Dios abre al saber la exigencia de la investigación racional, sistemática y crítica; la búsqueda de Dios refuerza el amor por las letras y ciencias profanas: “Fides ratione adiuvatur et ratio fide perficitur”, afirma Hugo de San Vittore (De sacramentis, I, III, 30:PL 176, 232). Desde esta perspectiva, la Capilla es el corazón que late y el alimento constante de la vida universitaria, al que se le une el Centro Pastoral donde los Asistentes Espirituales de las distintas sedes están llamados a desarrollar su preciosa misión sacerdotal que es imprescindible para la identidad de la Universidad Católica. Como enseña el Beato Juan Pablo II, la Capilla es “un lugar del espíritu, en el que los creyentes en Cristo, que participan de diferentes modos en el estudio académico, pueden detenerse para rezar y encontrar alimento y orientación. Es un gimnasio de virtudes cristianas, en el que la vida recibida en el bautismo crece y se desarrolla sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para todos los que, escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en buscadores de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria a un saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser un centro vital para promover la renovación cristiana de la cultura mediante un diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y bien fundadas (cf. 1 Pe 3, 15), y un testimonio que cuestione y convenza”. Discurso a los Capellanes europeos, 1 de mayo de 1998). Así dijo el Papa Juan Pablo II en 1998.
Queridos amigos, espero que la Universidad Católica del Sagrado Corazón, en armonía con el Instituto Toniolo, prosiga con confianza renovada su camino, mostrando eficazmente que la luz del Evangelio es fuente de verdadera cultura capaz de liberar energías de un humanismo nuevo, integral, trascendente. Os confío a María Sedes Sapientiae y con afecto os imparto de corazón, la Bendición Apostólica.