ino” llegó a nuestro idioma a través de la lengua árabe, viralizándose al portugués, italiano y francés. Su riqueza de significado -y la miseria ética que trasunta- están correctamente recogidas en nuestros diccionarios: pobre, indigente, desdichado, desgraciado; pequeño, diminuto; falto de nobleza de espíritu; tacaño, rastrero, cicatero, ratonil. En jerga coloquial: rasca. Sus antónimos son lógicamente: noble, digno, dadivoso, exuberante, elevado, honesto, honorable. En buen latín y español: magnánimo (alma grande). Quienes acuñaron el término “mezquino” no pretendieron hacer mofa de una pobreza económica inculpable, sino estigmatizar con acierto una falencia moral dañina para quien la incuba y contaminante de la atmósfera social. Virtudes tan relevantes como la justicia y el amor exigen, en efecto, dar. La justicia, dar al otro lo que es del otro. El amor, dar al otro lo que es de uno. Sabemos bien que la justicia no abunda, y siguen siendo muchos, demasiados los que no reciben lo que es suyo. Pero aún en la hipótesis de una sociedad de perfecta justicia, ese darle al otro lo que es del otro no alcanza para consolidar la paz. La justicia, para sostenerse como tal, necesita ser superada por el amor: dar al otro lo que es de uno. Y lo propio del amor es dar sin medida: darse uno mismo, con todo el ser y poseer, todo el tiempo, a toda persona, con bienes tanto materiales como espirituales. Esta exigencia de justicia desposada y coronada por el amor; esta necesidad de exuberancia magnánima en el dar viene ya inscrita en la naturaleza y promulgada en toda recta conciencia humana. Se encuentra explícitamente urgida en la ley de Moisés y fue solemnemente ratificada y ejemplificada por Jesucristo, cuando nos ordenó amar a todos tal como Él amó: hasta el extremo. Un cristiano, un discípulo de Moisés, un hombre recto no puede sino aborrecer la rastrera mezquindad y cultivar la dichosa, exuberante y noble magnanimidad.
Pero ¿cómo puede ser magnánimo el que sin culpa abunda sólo en carencias y no tiene nada para dar? Se responde: hay algo que el aún más pobre siempre puede y siempre debería dar: las gracias. La gratitud nos inclina y obliga a recompensar a quien, por pura benevolencia, nos hizo gratuitamente un beneficio útil al que no teníamos derecho. Y esa recompensa suele manifestarse en emotivas lágrimas, sonrisas, abrazos, saludos, homenajes, firmes y públicas promesas de no olvidar el don ni dejar de orar por el donante. Si dejar al pobre abandonado a su suerte es pecado que clama al cielo, la gratitud orante del pobre para con su bienhechor le abre a éste las puertas del cielo. Silenciar, cicatear ratonilmente la gratitud debida a quienes gratuitamente vinieron del cielo a apagar nuestros fuegos es radiografía de mezquindad rasca en estado terminal.
Mezquindadopinión
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