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El tatuaje en la cultura contemporánea

El fin del tatuaje de moda, aquel que está en auge en estos últimos 20 años, ya no es la experiencia exótica o la protesta radical dirigida al mundo, sino ante todo el deseo de decorarse. Ya no está en discusión la rebelión, sino la voluntad de salir de una normalidad banal y monótona.

Por: Francesco Occhetta S.J.* | Publicado: Viernes 24 de junio de 2016 a las 04:00 hrs.
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Tatuarse es una moda ya difundida en las sociedades occidentales (NdR: en Italia por ej., país del autor, hay siete millones de tatuados, 13 de cada cien italianos). Sobre todo en los meses de verano, ver personas de todas las edades que han optado por tatuarse la espalda, los tríceps y las piernas con corazones, dragones, figuras de niños, gnomos o signos tribales nos induce a reflexionar sobre la voluntad de modificarse y sobre la idea del cuerpo por la cual está pasando la cultura contemporánea. Parece una paradoja, pero precisamente en una época de fragilidad de los comportamientos y liquidez de los ideales, en que cada opción parece asumida “a tiempo”, el tatuaje se impone como huella de una “identidad dilatada” y símbolo del “por siempre”.

Los jóvenes, en general, se tatúan para imitar a sus cantantes o jugadores preferidos; los adultos optan por inscribir en su propia piel los eventos más importantes de la vida: el nacimiento de un hijo, un luto, el final de un amor, la crisis con un amigo, transformando el cuerpo en su diario de vida. Otros se tatúan para grabar en la piel una dimensión interior que los interpela. Todos, sin embargo, consciente o inconscientemente, “detienen” el tiempo y, como un puente, lanzan un mensaje al mundo relacional que los rodea.

Algunos antropólogos consideran los tatuajes como un puente de conexión con culturas lejanas; para otros, son una forma de exorcismo sobre el mal y sobre la muerte, y hay quienes los consideran un lenguaje que sustituye la palabra. Pero todas estas definiciones son eurocéntricas y nacen a partir de los años 70 del siglo pasado, cuando la palabra que impugna (la política, el conformismo, la cultura de consumo) deja espacio a la modificación y la mutilación del cuerpo para expresar dolor, malestar y nuevas formas de identidad. “Las decoraciones, las heridas simbólicas de la carne, enuncian los deseos, los dolores y ese conjunto de estados sensoriales que van a definir a una persona. La carnalidad, la fisicidad, resultan ser un refugio y un campo de batalla. El cuerpo se configura como la única propiedad de la cual se dispone a gusto” (Castellani).

Es la cultura del posthumanismo, nacida a fines de los años 80, cuando la identidad se concibe como algo performativo, la que apadrina al hombre tatuado. El individuo se sitúa adentro de un espejo de posibilidades que se “dramatizan”, interpretándose en forma subjetiva. Nada se adscribe al cuerpo de manera definitiva: “El tatuaje es una de las consecuencias de una cultura posthumana que otorga carácter legítimo al hecho de elegir el propio recorrido identitario, de adoptar las opciones de género socavando nuestra forma habitual de concebir la realidad” (Castellani). Es la identidad que de este modo se basa en algo material, en acciones que se graban en el cuerpo y en la voluntad de manipularlo. Es la época de la post-belleza, definida como “la estética del simulacro, donde para ser no basta con aparecer, requiriéndose en cambio aparecer de cierto modo, inducido por modelos que de alguna manera están en permanente transformación, en una especie de coerción a la liquidez” (M.T.Russo).

Krystyne Kolorful, la primera mujer ganadora del Guinness de los primates por tatuarse desde el cuello hasta la punta de los dedos de los pies -gastando alrededor de US$ 15.000- y Rick Genest, el modelo canadiense conocido también como Zombie boy, ejemplifican un dato: no se puede volver atrás.

El fin del tatuaje de moda, aquel que está en auge en estos últimos 20 años, ya no es la experiencia exótica o la protesta radical dirigida al mundo, sino ante todo el deseo de decorarse. Ya no está en discusión la rebelión, sino la voluntad de salir de una normalidad banal y monótona. Para esta nueva cultura ha sido decisiva la antropología de la body modification, que a comienzos de los años 90 promovía la modificación del cuerpo con el fin de exhibir “cuerpos diferentes” y suscitar la repulsión en quienes los observan. Precisamente en este período la esfera individual y la esfera pública del cuerpo se cruzan, redefiniendo roles sociales y roles de género, acentuándose en éstos la victimización de las “carnes femeninas” y una visión espiritual del mundo aniquilada en el tiempo presente. Ciertamente, el grito de protesta representado por los tatuajes del siglo XX se transformó en decoraciones para exhibir, tanto así que éstos ya constituyen bienes de consumo comparables con muchos otros; pero precisamente este vaciamiento de sentido lleva a las personas que se tatúan a decidirse “porque así lo hacen todos”. También el New York Times ha destacado al respecto la mediocridad: “La gente adopta transgresiones aceptables -como los tatuajes- para mostrar que son personas nerviosas, pero permaneciendo dentro de los límites de la clase media”. Todo está delimitado por los confines de la propia biografía personal. Son los momentos felices y tristes los que llevan a tatuarse. Pero nada más: es el subjetivismo anticomunitario lo que prevalece en la cultura contemporánea del tatuaje.

El tatuaje en la historia

Para quienes estudian el tatuaje, es imposible dar una respuesta unívoca señalando por qué las personas se tatúan. En realidad, para comprender la complejidad del tatuaje, es preciso remontarse en la noche de los tiempos. La Biblia habla sobre el mismo y lo prohíbe en el libro del Levítico: “No haréis incisiones en vuestra carne por un muerto; no os haréis tatuajes” (Lv 19,28). Para la antropología bíblica, el cuerpo es un don de Dios que se debe cuidar. También en la Grecia clásica y en el imperio romano se toleró el tatuaje, pero jamás se aprobó.

En las culturas judeocristiana y grecorromana se marcaba a las personas que cometían errores, a partir de Caín. Se ponía marcas a los enemigos y a los esclavos que huían. Se cuenta que César y su legión en Gran Bretaña se espantaron al ver por primera vez hombres tatuados. Según el historiador Tácito, ante un cuerpo tatuado, “fueron los ojos los primeros en ser derrotados”.

En cambio, en otros lugares, como Egipto, Persia y muchas partes de Asia y Nueva Zelandia, el tatuaje ha sido durante siglos una connotación social. Se marcaba el cuerpo para reconocer las grandes expediciones vividas o el estado social de pertenencia.

El tatuaje japonés es quizás el más estudiado, y expresa la mayor fascinación. Nace en el siglo III d.C. en las clases más pobres. Los temas preferidos son los dragones, los rostros humanos y temas de relatos populares. Entre éstos, se encuentra la carpa amarilla, tema muy difundido, para indicar la persona que, como una carpa, es capaz de ir aguas arriba en el río (Huang Ho) de la vida para transformarse en un dragón.

La cultura occidental -con excepción de Darwin y pocos más- siempre ha expresado reservas ante este fenómeno. El punto de vista más crítico está representado por la tesis de Lombroso, expresada en la revista Archivio di Psichiatria, según la cual el tatuaje refleja la identidad de quien lo lleva y es típica señal de una personalidad criminal. Así fue durante décadas. En la historia de Occidente, el tatuaje ha sido ante todo considerado como una marca infamante, distintivo de las clases más bajas, como los marineros, los circenses, los presos y las prostitutas. La piel de los navegantes llegaba a ser el mapa de sus rutas, junto con el ancla y la rosa de los vientos, que fijaban en la carne la dirección de las rutas.

La salud

El Consejo Superior de Salud (italiano), en las Líneas de guía para tatuarse de 1998, define el tatuaje como “la coloración permanente de parte del cuerpo mediante la introducción subcutánea e intradérmica de pigmentos utilizando agujas o con técnica de escarificación, para formar dibujos o figuras indelebles y perennes”. El tatuaje no puede confundirse superficialmente con un make-up (el maquillaje), porque la piel se quema de modo irreversible. Hay que agregar, sin embargo, que en un pequeño porcentaje el tatuaje tiene finalidades médicas (0,5%) o estéticas (3%): se define técnicamente como “maquillaje permanente”, ya que sirve para aliviar psicológicamente las heridas dejadas en el cuerpo por operaciones quirúrgicas.

El 3,3% de las personas que se tatúan han tenido complicaciones o reacciones: dolor, granulomas, espesamiento de la piel, reacciones alérgicas, infecciones y pus; pero el dato parece ser una subestimación. El 17% de los tatuados ha declarado estar arrepentido, y además el 4% ya se ha sometido a tratamientos para eliminar el dibujo. El Ministerio de Salud (italiano) prohibió recientemente algunos pigmentos sintéticos (especialmente el negro y el rojo) a causa de la contaminación que producen; en cambio, los colores naturales tienen una acción auto-esterilizante. El 18% de las sustancias utilizadas para marcar la piel está contaminado por microbios u hongos.

Para tatuarse completamente la espalda o las piernas -y los más “valientes”, la lengua o los ojos- se requiere tener una tolerancia muy alta al dolor. Cuando el movimiento de la pequeña máquina permite a las agujas penetrar en la piel depositando el pigmento, hay que soportar molestias que pueden durar horas.

Son muchos los que procuran cada año eliminar su tatuaje recurriendo a la medicina estética, con resultados decepcionantes, ya que subsiste la sombra. La eliminación de un tatuaje sólo es posible usando el láser Q-switched, que emite cantidades muy grandes de energía luminosa en fracciones de tiempo infinitamente pequeñas, para fragmentar las partículas de tinta. El tatuaje comienza a aclararse aproximadamente una semana después de la primera sesión, pero para eliminarlo se necesitan entre 4 y 10 sesiones.

Conclusiones

¿Relata efectivamente la evolución del tatuaje en estos últimos años la historia de una nueva libertad antropológica en la cual se cruzan la vida personal y la vida social? ¿A qué consecuencias personales y sociales conducirá la opción de imponer el tatuaje como consumo? ¿Es ésta la nueva emancipación en la cual, sobre la carne desnuda, se registran las nuevas batallas de la existencia? ¿Se convierte la piel en una pizarra indeleble de un malestar (espiritual)? ¿Se cambia el propio cuerpo porque no se logra cambiar el ambiente circundante? Éstas son algunas preguntas cuyas respuestas permanecen latentes en la cultura contemporánea.

Ciertamente, el cuerpo tatuado ha llegado a ser un confín y una encrucijada entre las dimensiones de la interioridad y la exterioridad, entre la estética y la representación de sí mismo. Además, para los jóvenes tatuarse es uno de los pocos ritos de iniciación restantes, o un must para estar de moda. Los tatuajes son de hecho una forma especial de lucha para ir más allá de lo convencionalmente permitido, para sentir algo fuerte, como si la vida de las sociedades occidentales ya no fuese suficiente. Para la cultura contemporánea, “tener un cuerpo” susceptible de modificar prevalece sobre la dimensión de “ser un cuerpo” con el cual relacionarse. El desafío es en cambio encontrar un equilibrio que requiere un doble ethos: “Ver a la persona en el cuerpo propiamente tal y junto al mismo. El ethos de quien se ofrece a la mirada requiere no presentarse como simulacro -pura apariencia-, sino como sujeto”. Éste es uno de los desafíos culturales: recuperar el equilibrio entre la imagen subjetiva del propio cuerpo y la imagen objetiva que se refleja en la mirada del propio mundo relacional.

Muchos tatuadores son considerados artistas. Y lo son realmente, pero a expensas del sujeto, que opta por convertirse en un objeto para ser pintado del mismo modo que una tabla de madera, una pared o una tela.

El tiempo ayudará a comprender si la construcción de la propia identidad personal y social se limita a significados parciales, centrados en un cuerpo prestado como objeto. Si bien durante siglos el tatuaje ha sido señal de un cuerpo derrotado o un grito libre y revolucionario, esta cicatriz en la piel ya no se percibe como tal hoy en día. ¿Permanecerán en los cuerpos esas huellas cuando pasen la moda y el tiempo, y los tatuajes en la piel se destiñan? Ayudar a las personas a reconocerse en su propio cuerpo para volver a encontrarse a sí mismas constituye una ardua tarea. Y además la cultura del tatuaje debe reconocer que no promete ni una segunda piel ni nuevas identidades, ni que no se marchitará con el paso del tiempo.

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