Suicidio
Por Padre Raúl Hasbún
Por: | Publicado: Viernes 5 de agosto de 2011 a las 05:00 hrs.
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El instinto de autoconservación; el innato deseo de ser feliz; la nostalgia y búsqueda de Dios: he ahí tres fuerzas o apetitos primordiales de todo ser humano. Por eso le cuesta tanto a la razón comprender el suicidio, es decir, la deliberada eliminación de sí mismo.
¿Cómo se puede querer ser y no ser al mismo tiempo? ¿Cómo ser feliz, sin ser? ¿Cómo llegar a Dios, quitándole a Dios algo que es privativamente suyo, la vida, o procurando esquivar su inesquivable juicio? El suicidio queda en la esfera del misterio. Lo más sensato, ante su dolorosa ocurrencia, es silenciar la razón y activar la fe. Dios no quiere la muerte de nadie. Todo hombre es su hijo. Dios quiere que todos los hombres se salven. “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”.
Lo anterior no obsta a que intentemos alguna reflexión para ayudarnos a prevenir y sanar esta herida mortal. Mortal, sí, porque cada hombre que se va por propia decisión de la escena del mundo lleva nuestra carne y sangre. Es hermano nuestro. Algo nuestro se va, muere con él.
La primera reflexión: no es verdad que un ser humano pueda quedar apresado en un callejón sin salida. Dios no manda lo imposible. Digámoslo positivamente: siempre hay una ventana abierta a la esperanza. Siempre amanece. La providencia amorosa de Dios no se equivoca, ni llega un minuto ni un segundo tarde.
La segunda reflexión: no dejemos pasar una ocasión de manifestar amor a un ser humano. El que se siente amado tiene en sí el antídoto contra la depresión y contra la tentación de eliminarse. El solo hecho de haber recibido una señal de amor justifica su existencia y permanencia en el ser.
Y la tercera reflexión: Cristo sufrió hasta la agonía el abismo de la depresión. En el huerto de Getsemaní, la noche del jueves santo fue su noche del alma. Toda su obra parecía fracasada. Los suyos lo abandonaban y hasta traicionaban. Pero venció depresión y tentación con esas dos palabras que contienen la clave de acceso a las bóvedas del cielo: Abba, Padre: Sí, Padre querido, hágase tu voluntad y no la mía. Quien las pronuncia sabe que la voluntad del Padre es que su hijo viva y venza.
Cada ser humano se debe amor a sí mismo, amor a la comunidad y amor a Dios. El suicidio es acto de injusticia, por disponer de un bien indisponible.
Acompañemos en oración a quien lo comete, para que no tenga que escuchar de Dios: “Yo no te he llamado”.
¿Cómo se puede querer ser y no ser al mismo tiempo? ¿Cómo ser feliz, sin ser? ¿Cómo llegar a Dios, quitándole a Dios algo que es privativamente suyo, la vida, o procurando esquivar su inesquivable juicio? El suicidio queda en la esfera del misterio. Lo más sensato, ante su dolorosa ocurrencia, es silenciar la razón y activar la fe. Dios no quiere la muerte de nadie. Todo hombre es su hijo. Dios quiere que todos los hombres se salven. “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”.
Lo anterior no obsta a que intentemos alguna reflexión para ayudarnos a prevenir y sanar esta herida mortal. Mortal, sí, porque cada hombre que se va por propia decisión de la escena del mundo lleva nuestra carne y sangre. Es hermano nuestro. Algo nuestro se va, muere con él.
La primera reflexión: no es verdad que un ser humano pueda quedar apresado en un callejón sin salida. Dios no manda lo imposible. Digámoslo positivamente: siempre hay una ventana abierta a la esperanza. Siempre amanece. La providencia amorosa de Dios no se equivoca, ni llega un minuto ni un segundo tarde.
La segunda reflexión: no dejemos pasar una ocasión de manifestar amor a un ser humano. El que se siente amado tiene en sí el antídoto contra la depresión y contra la tentación de eliminarse. El solo hecho de haber recibido una señal de amor justifica su existencia y permanencia en el ser.
Y la tercera reflexión: Cristo sufrió hasta la agonía el abismo de la depresión. En el huerto de Getsemaní, la noche del jueves santo fue su noche del alma. Toda su obra parecía fracasada. Los suyos lo abandonaban y hasta traicionaban. Pero venció depresión y tentación con esas dos palabras que contienen la clave de acceso a las bóvedas del cielo: Abba, Padre: Sí, Padre querido, hágase tu voluntad y no la mía. Quien las pronuncia sabe que la voluntad del Padre es que su hijo viva y venza.
Cada ser humano se debe amor a sí mismo, amor a la comunidad y amor a Dios. El suicidio es acto de injusticia, por disponer de un bien indisponible.
Acompañemos en oración a quien lo comete, para que no tenga que escuchar de Dios: “Yo no te he llamado”.