Perdón y olvido van -o deberían ir- de la mano. Lo sugieren el inglés: forgive- forget; y el alemán: vergeben- vergessen. Y lo refuerza nuestro castizo verbo “perdonar”: dar gratuitamente todo. Incluido el derecho a reprochar, castigar, cobrar y recordar agravios y deudas. El perdón-olvido es institución jurídica. La prescripción -el mero transcurso del tiempo- permite que el poseedor se convierta en dueño, y que el presunto autor de un delito vea extinguida la acción penal en su contra. Si el delito no es de acción pública, la responsabilidad criminal se extingue por el perdón del ofendido. El cumplimiento de la condena, la amnistía, el indulto y por cierto la muerte del responsable son otras tantas formas del perdón-olvido en el marco de la estricta justicia. Imputar un crimen o simple delito ya penado o prescrito, es delito de injuria grave.
La justicia del perdón-olvido hace posible la certeza jurídica en la disposición de los bienes materiales y en el goce de los bienes inmateriales constitucionalmente protegidos. La prescripción de un derecho o de una acción obra como inteligente estímulo a ser diligentes y actuar dentro de plazos perentorios. Convocar testigos 40 años después de ocurridos los hechos y confiar en la fidelidad de sus recuerdos es jugar temerariamente con la verdad. Grandes convulsiones sociales han encontrado salida reconciliadora en el perdón-olvido de la amnistía: vocablo griego directamente emparentado con amnesia. La justicia sirve así a su cometido esencial, ser fundamento de la paz.
Por entendible indignación ante delitos que violan brutalmente la dignidad humana han surgido convenciones, leyes, ideologías y costumbres que perpetúan el ni perdón ni olvido. Su matriz conceptual es un dogma: hay personas cuya peligrosidad letal es imposible controlar, y cuya perversidad moral es imposible redimir. Es el mismo dogma que pretende justificar la pena de muerte. Desconfianza absoluta, prohibición radical de apostar a la conversión, rehabilitación y reinserción de un malhechor. O lo matas físicamente, o lo exterminas moralmente, haciendo por siempre maldito su nombre e irrecuperable su honor.
Nuestra Corte Suprema ha acogido un recurso de protección a la honra personal y familiar y a la vida privada, aplicando el “derecho al olvido”. Alguien sometido a proceso en 2004 por abuso sexual de menores, pidió a la justicia que su nombre fuera borrado de los motores de búsqueda de la versión digital del diario que dio cuenta de su participación delictual. Pasados más de 10 años de esa publicación, el derecho de expresión cede en beneficio del derecho a la reinserción social, vida privada y honra familiar, argumentó la Corte. La noticia puede seguir obteniéndose por métodos análogos e investigadores profesionales. El honor de la persona y su familia no debe afectarse jamás, concluye la Corte. Obra de misericordia, el perdón-olvido es también obra de estricta justicia.
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