Vacío

Por Padre Raúl Hasbún

Por: | Publicado: Viernes 5 de julio de 2013 a las 05:00 hrs.
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La naturaleza aborrece el vacío. Un predio abandonado, una casa desocupada atraen merodeadores que pronto devienen visitas, huéspedes y parásitos indeseables. Cuando el dueño, el legítimo poseedor o tenedor se desentiende de su deber de presencia, vigilancia y administración, el vacío atrae como imán a quienes pervertirán la finalidad original del lugar hasta reducirlo a un basural de desechos, incubador de toxinas o encubridor de criminales. Los diarios abundan en reclamos por la inepcia de las autoridades que toleran este ominoso vacío en los espacios públicos, y por el culposo desinterés de los propietarios privados en proveer mínimamente al cerco, mantención e higiene de sus espacios no ocupados.

Jesucristo describió esta ley natural del horror al vacío como estrategia típica de Satanás. “Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos en busca de reposo, pero no lo encuentra. Entonces dice: ‘me volveré a mi casa, de donde salí’. Y al llegar la encuentra desocupada…Entonces va y toma consigo otros siete espíritus peores que él, entran y se instalan allí, y el final de aquel hombre viene a ser peor que el principio. Así le sucederá también a esta generación malvada”.

Un rasgo definitorio de la neocultura secularista es su obsesión por exiliar a Dios de la ciudad de los hombres. Pero entonces el Adversario de Dios se apresura a llenar el vacío. El Espíritu de Dios se caracteriza por derramar el amor, cultivar la verdad y generar vínculos de unidad y de paz. El espíritu del Adversario tiene como huella digital la mentira, la envidia, la soberbia, la división y la violencia. Cuando el hombre de la ciudad secular propicia, por acción u omisión, el vacío de Dios, deja todo el espacio libre para que el espíritu del mal y sus siete socios se apoderen del lugar y lo destinen a sus propios intereses. El desenlace es previsible. Replicando el desastre de la torre de Babel, los constructores se enredarán en su soberbia y en la imposibilidad de hablar el mismo idioma, y el edificio que presumía de alcanzar el cielo terminará, con estrépito, en el suelo. “Si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los constructores”.

He ahí por qué los primeros cristianos se definían a sí mismos como alma del mundo, luz, sal y levadura de la historia. Y esa historia les dio la razón: cada vez que los hombres reintentaron construirla sin Dios, terminaron dirigiéndola en contra del hombre.

Un cristiano se traiciona a sí mismo, comete injusticia para con los demás y defrauda a Dios cuando deja vacíos los espacios públicos y privados en que se deciden los destinos de la humanidad. La indolencia política y social de los cristianos los hace cómplices de los ocho espíritus devastadores de la ciudad de los hombres.

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