Encuentro con Cristo resucitado
La Resurrección y junto con ella la Ascensión pusieron fin a esta localización. Hoy el Señor, está aquí y ahora. Él no dijo: “Os dejo un legado literario”, sino: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Es el fundamento de la experiencia cristiana.
Por: | Publicado: Viernes 20 de abril de 2012 a las 05:00 hrs.
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Por Aleksandr Men
La profetisa Ana, una de las pocas personas que tuvieron la posibilidad de ver al Niño Jesús y escuchar las palabras del viejo Simeón, nos da testimonio de la llegada de improviso de la salvación. Intenten pensar qué palabra sintetiza este episodio. Es una palabra familiar para nosotros porque representa también la fiesta patronal de nuestra iglesia: es la palabra “encuentro”; pero sobre todo es la palabra más grande que podamos decir en nuestra vida interior, porque para todos nosotros el momento más importante ha sido el del encuentro, el encuentro personal con el Señor. ¡Un encuentro personal! Todos nosotros hemos llegado a Él y hemos comenzado a vivir la Iglesia precisamente porque se ha producido este encuentro. Y es algo que probablemente le sucede a todos los hombres: estoy seguro de que el Señor llama a la puerta de todas las personas, a menudo sin decir su propio nombre; pero el hombre puede rechazarlo, puede darle la espalda, puede negarse a este encuentro. Para nosotros, que hemos respondido afirmativamente a este encuentro, al menos en voz muy baja, el hecho de haberte encontrado en el camino de nuestra vida, oh, Dios, viene a ser la cosa más preciosa. Como Ana, también nosotros podemos dar testimonio de que este hecho ha otorgado a nuestra vida una desmesurada profundidad, nos ha abierto de par en par horizontes sin limites, riquezas inagotables; nos ha dado nuevas fuerzas para combatir, y a pesar de todas las dificultades que surgen en nuestro camino, ha hecho ciertamente que el camino que hemos iniciado sea un permanente ascenso.
Para ustedes, que todavía son jóvenes, no siempre es evidente el valor de un camino en ascenso, porque al menos en el plano puramente existencial, físico, se encuentran en una etapa de ascenso; pero cuando el hombre llega a cierto punto crítico de su propia vida, comienza el descenso. También ustedes comprenderán entonces, se darán cuenta de cuán precioso es el hecho de que el Evangelio, la fuerza del Espíritu Santo, el encuentro con Cristo nos den la posibilidad de caminar siempre hacia lo alto: por mucho que nos cansemos al avanzar, tropecemos, avancemos por caminos tortuosos o de hecho retrocedamos en nuestros pasos, de todas maneras ganamos terreno.
El hombre natural, carente del Espíritu, en la vida no hace más que perder continuamente algo, mientras nosotros en cambio lo adquirimos. Si ahora me propusieran volver a los veinte años, lo evitaría en gran medida, porque me sentiría despojado y engañado ante lo que he recibido en el curso de los años transcurridos, y me costaría separarme de este tesoro. Para nosotros, el encuentro es un permanente estímulo para movernos, un llamado a mirar hacia arriba.
El encuentro es un misterio, unido por raíces sumamente profundas al misterio de la Resurrección de Cristo. Ustedes recuerdan cómo San Pablo, hablando de la aparición de Cristo, del verdadero encuentro que tuvo con Él –como si hubiese tropezado con una barrera invisible y caído- sitúa este giro decisivo de su propia vida en el mismo plano de las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles en los días de Pascua. De esto debemos deducir una consecuencia de gran importancia: todo encuentro nuestro interior con Él es un encuentro con Cristo resucitado. La Resurrección de hecho no fue puramente un evento localizado en el tiempo y el espacio. Ciertamente, sin negar la existencia de Cristo en el tiempo y el espacio –esto sería una mentira- afirmamos que la existencia de Cristo en el tiempo y el espacio tiene valor en primer lugar porque existe otro aspecto de Su existencia, que trasciende el tiempo y el espacio. Efectivamente, si Cristo hubiese existido como Sócrates, para nosotros sólo existiría Su recuerdo; pero Él no existió puramente en el pasado, permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos. Y la Resurrección es una metamorfosis misteriosa, profundísima y real que alteró totalmente el mundo existente, y que del estrecho círculo de la historia efímera transfiere los eventos evangélicos a una dimensión visible desde todos los puntos del globo terráqueo y en todas las épocas.
Todos nosotros podemos encontrarnos con Cristo dirigiéndose de Betania a Jerusalén en la memoria, en los textos, en la imaginación, en una película o en un libro; pero con Cristo resucitado entre los muertos nos encontramos en nuestro corazón, porque podemos oír la voz de Dios, ver los ojos, el rostro de Dios, tener la experiencia de la correspondencia entre lo eterno y lo temporal, entre lo infinito y lo finito, entre lo divino y lo humano.
En realidad, la desmesurada grandeza de la naturaleza, de la totalidad del universo, no puede encontrar un lugar, una cabida en nosotros, porque somos hombres, somos más pequeños, si bien al mismo tiempo también infinitamente grandes. Y para que este Algo sin apariencia humana, indescriptible, creador del universo y motor del mismo en todo instante, pudiese transformarse para nosotros en Alguien que pudiese hablarnos, debía adquirir una voz y una lengua. Todo esto presupone que somos a Su imagen y semejanza, tenemos en nosotros una partícula, una chispa del Espíritu, somos semejantes a Él, en correspondencia, y esto encierra el sentido de nuestra vida. Aquí reside la posibilidad y la premisa de este encuentro. Frágil, débil mamífero vertebrado, a merced de pasiones y atavismos, el hombre con todo posee un órgano que le permite percibir lo Divino. Y para que este órgano comience a funcionar, Dios viene a nuestro encuentro y se pone a nuestro nivel de manera que podamos percibirlo. Éste es el significado de la Resurrección.
Cristo resucitó para que Su humanidad y Su divinidad se convirtieran para nosotros en realidad hoy, aquí, en el corazón de cada hombre. Esto es la salvación, el Salvador. ¿Qué significa “salvación”, qué es esta palabra? Significa salir de la nada, de una vida miserable de delirio y fantasías, para vivir la vida real. El hombre es una especie de anfibio, es decir, un ser que por su naturaleza está llamado a vivir en dos dimensiones, en dos mundos. No somos espíritus, pero tampoco somos seres puramente biológicos, pertenecemos a otra dimensión. Y éstas no son meras hipótesis, ideas o ideologías, sino una realidad proveniente del hecho que Dios, además de revelarse en forma difusiva, por así decir (en la naturaleza, en la sabiduría humana, en todo), se reveló de manera personal en Cristo Jesús, el cual tuvo inicialmente una localización espacial, histórica muy precisa, que luego se pasa por alto, interrumpiéndose después de la Resurrección. La Resurrección y junto con ella la Ascensión (en este sentido constituyen una sola totalidad) pusieron fin a esta localización. Hoy el Señor, para nosotros, está aquí y ahora. Por este motivo, Él no dijo: “Os dejo un legado literario”, sino: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y ésta es una posibilidad para cada uno de nosotros, es el fundamento de la experiencia cristiana. Comprendan, existe una experiencia mística genérica, existen las experiencias de las diversas religiones, cada una de las cuales tiene su propio valor, su propia belleza. Todas tienen las manos extendidas hacia el cielo, manos maravillosas, dignas de la humanidad, porque son las manos de un ser creado a imagen y semejanza de Dios, que se extiende hacia su Arquetipo; pero Cristo es una mano extendida hacia abajo, tal como se representa a veces en los íconos antiguos: una mano que desde lo alto se extiende hacia nosotros. Y sobre esto se edifica todo, un encuentro auténtico con Dios sólo es posible en Cristo. Aquí se encuentra precisamente el secreto de la “oración de Jesús”. En realidad, todas las prácticas de meditación experimental de la humanidad, desde épocas remotas, mediante la repetición de textos, mantras, etc., están vinculadas con peculiaridades y fenómenos de la psique humana. Aquí se subordinan al nombre de Jesús, de tal manera que la oración no se reduzca a una contemplación genérica, abstracta, impersonal, sino que en el centro donde nos ponemos interiormente ante Dios se encuentre el señor Jesús. Si no fuese así, toda la mística cristiana se disolvería y dejaría de distinguirse de toda otra mística, como el budismo zen, por ejemplo, y el resto. Precisamente por este motivo, Cristo dice en las Escrituras: “Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”. Si quieren encontrar la verdad de su cristianismo, búsquenla únicamente a través de Cristo resucitado.
Quiero decirles otra cosa: la Resurrección es sinónimo de victoria. Dios ha intervenido en nuestra batalla humana, en la gran batalla del Espíritu contra las tinieblas, contra el mal, contra la violencia. Aquel que fue repudiado, condenado, asesinado, humillado, Aquel que se hizo cargo de todas las injusticias del mundo, de todo el mal del género humano, triunfó sobre todo esto.
En la debilidad, en la Cruz, Dios reveló su propia fuerza, y sigue revelándola también ahora.
La Resurrección no es un evento que tuvo lugar en un momento dado para dar testimonio a los discípulos de la victoria de Cristo. Ocurrió hace dos mil años, pero los encuentros han continuado y siguen ocurriendo ininterrumpidamente. Y precisamente el hecho de haber sido Cristo visto con la mirada interior de San Pablo, es decir, de un hombre que no estuvo con Él, que más bien estaba muy alejado de Él y no era su discípulo personal, bueno, precisamente esto constituye el comienzo del camino recorrido luego por todos los cristianos. Pablo dice: “Dios tuvo a bien revelar en mí a su Hijo”. Lo que Dios nos revela a través del Hijo es una experiencia irrepetible, es decir, la experiencia de la Resurrección. Nos encontramos entonces junto a María Magdalena, que creyó en Él, de manera que toda Pascua es para nosotros el hoy, y todos los días son Pascua. En realidad, no hay un día en que el Señor presente en el mundo no entre en diálogo con nosotros, no nos espere, no llame a la puerta de nuestro corazón: “He aquí que estoy en la puerta y llamo”. Éste es el sentido de la Resurrección, su significado contemporáneo, actual, no puramente histórico y válido para el pasado, sino para el hoy. El Señor mismo dijo: “Si no me voy, no recibiréis el Espíritu”, es decir, si no hubiese dejado el mundo como hombre individual y limitado en el espacio, no habría ocurrido lo sucedido posteriormente. De hecho, no habrían existido la Iglesia universal y el cristianismo. Comenzó por tanto a actuar a pesar de las debilidades humanas, a pesar de todas las circunstancias históricas. También hoy sigue actuando a pesar de las circunstancias y seguirá triunfando eternamente. Su obra está sólo en los comienzos: de hecho, Su designio es la transfiguración del mundo, el Reino de Dios. Nosotros sólo podemos tener un presentimiento, una intuición al respecto. El Reino de Dios es lo que el Señor anunció, es una realidad no proyectada al futuro ni de ultratumba (si bien también existen estas dimensiones); el Reino de Dios es lo que experimentamos ya en la actualidad, cuando dentro de nosotros Dios reina, es el soberano, el Señor, cuando está en el centro de nosotros y santifica todas nuestras relaciones, cuando en definitiva está en la raíz de nuestras acciones, nuestros pensamientos y sentimientos, cuando las debilidades y pecados no nos definen, sino permanecen en la periferia de nuestro ser. Precisamente por esto es necesario rezar, a esto debemos tender, es esto lo esencial. En la Resurrección, el Reino de Dios comienza a crecer y triunfar.
Es esto lo que quería decirles brevemente sobre este gran misterio. No se encuentran aquí otras palabras. Se pueden decir muchas cosas abstractas, pero no logran expresar lo esencial. Lo esencial es en cambio el encuentro. Si cada uno de nosotros reflexiona seriamente sobre su propio camino interior, sobre la forma en que Dios lo ha guiado, sobre la misteriosa concatenación de circunstancias, de encuentros con personas y libros, sobre las situaciones de vida a través de las cuales ha sido conducido, se dará cuenta perfectamente de que el Señor sigue estando presente en el mundo, llamando a los corazones y a los hombres a seguirlo y vivir con Él. Ha llamado a todos ustedes. Por este motivo, la biografía de cada una de nosotros es una pequeñísima parte de la historia de la Iglesia, que se traduce de distintas maneras para cada uno, conservando sin embargo rasgos comunes, porque es uno el Señor, una la fe y uno el bautismo.
La profetisa Ana, una de las pocas personas que tuvieron la posibilidad de ver al Niño Jesús y escuchar las palabras del viejo Simeón, nos da testimonio de la llegada de improviso de la salvación. Intenten pensar qué palabra sintetiza este episodio. Es una palabra familiar para nosotros porque representa también la fiesta patronal de nuestra iglesia: es la palabra “encuentro”; pero sobre todo es la palabra más grande que podamos decir en nuestra vida interior, porque para todos nosotros el momento más importante ha sido el del encuentro, el encuentro personal con el Señor. ¡Un encuentro personal! Todos nosotros hemos llegado a Él y hemos comenzado a vivir la Iglesia precisamente porque se ha producido este encuentro. Y es algo que probablemente le sucede a todos los hombres: estoy seguro de que el Señor llama a la puerta de todas las personas, a menudo sin decir su propio nombre; pero el hombre puede rechazarlo, puede darle la espalda, puede negarse a este encuentro. Para nosotros, que hemos respondido afirmativamente a este encuentro, al menos en voz muy baja, el hecho de haberte encontrado en el camino de nuestra vida, oh, Dios, viene a ser la cosa más preciosa. Como Ana, también nosotros podemos dar testimonio de que este hecho ha otorgado a nuestra vida una desmesurada profundidad, nos ha abierto de par en par horizontes sin limites, riquezas inagotables; nos ha dado nuevas fuerzas para combatir, y a pesar de todas las dificultades que surgen en nuestro camino, ha hecho ciertamente que el camino que hemos iniciado sea un permanente ascenso.
Para ustedes, que todavía son jóvenes, no siempre es evidente el valor de un camino en ascenso, porque al menos en el plano puramente existencial, físico, se encuentran en una etapa de ascenso; pero cuando el hombre llega a cierto punto crítico de su propia vida, comienza el descenso. También ustedes comprenderán entonces, se darán cuenta de cuán precioso es el hecho de que el Evangelio, la fuerza del Espíritu Santo, el encuentro con Cristo nos den la posibilidad de caminar siempre hacia lo alto: por mucho que nos cansemos al avanzar, tropecemos, avancemos por caminos tortuosos o de hecho retrocedamos en nuestros pasos, de todas maneras ganamos terreno.
El hombre natural, carente del Espíritu, en la vida no hace más que perder continuamente algo, mientras nosotros en cambio lo adquirimos. Si ahora me propusieran volver a los veinte años, lo evitaría en gran medida, porque me sentiría despojado y engañado ante lo que he recibido en el curso de los años transcurridos, y me costaría separarme de este tesoro. Para nosotros, el encuentro es un permanente estímulo para movernos, un llamado a mirar hacia arriba.
El encuentro es un misterio, unido por raíces sumamente profundas al misterio de la Resurrección de Cristo. Ustedes recuerdan cómo San Pablo, hablando de la aparición de Cristo, del verdadero encuentro que tuvo con Él –como si hubiese tropezado con una barrera invisible y caído- sitúa este giro decisivo de su propia vida en el mismo plano de las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles en los días de Pascua. De esto debemos deducir una consecuencia de gran importancia: todo encuentro nuestro interior con Él es un encuentro con Cristo resucitado. La Resurrección de hecho no fue puramente un evento localizado en el tiempo y el espacio. Ciertamente, sin negar la existencia de Cristo en el tiempo y el espacio –esto sería una mentira- afirmamos que la existencia de Cristo en el tiempo y el espacio tiene valor en primer lugar porque existe otro aspecto de Su existencia, que trasciende el tiempo y el espacio. Efectivamente, si Cristo hubiese existido como Sócrates, para nosotros sólo existiría Su recuerdo; pero Él no existió puramente en el pasado, permanece con nosotros hasta el fin de los tiempos. Y la Resurrección es una metamorfosis misteriosa, profundísima y real que alteró totalmente el mundo existente, y que del estrecho círculo de la historia efímera transfiere los eventos evangélicos a una dimensión visible desde todos los puntos del globo terráqueo y en todas las épocas.
Todos nosotros podemos encontrarnos con Cristo dirigiéndose de Betania a Jerusalén en la memoria, en los textos, en la imaginación, en una película o en un libro; pero con Cristo resucitado entre los muertos nos encontramos en nuestro corazón, porque podemos oír la voz de Dios, ver los ojos, el rostro de Dios, tener la experiencia de la correspondencia entre lo eterno y lo temporal, entre lo infinito y lo finito, entre lo divino y lo humano.
En realidad, la desmesurada grandeza de la naturaleza, de la totalidad del universo, no puede encontrar un lugar, una cabida en nosotros, porque somos hombres, somos más pequeños, si bien al mismo tiempo también infinitamente grandes. Y para que este Algo sin apariencia humana, indescriptible, creador del universo y motor del mismo en todo instante, pudiese transformarse para nosotros en Alguien que pudiese hablarnos, debía adquirir una voz y una lengua. Todo esto presupone que somos a Su imagen y semejanza, tenemos en nosotros una partícula, una chispa del Espíritu, somos semejantes a Él, en correspondencia, y esto encierra el sentido de nuestra vida. Aquí reside la posibilidad y la premisa de este encuentro. Frágil, débil mamífero vertebrado, a merced de pasiones y atavismos, el hombre con todo posee un órgano que le permite percibir lo Divino. Y para que este órgano comience a funcionar, Dios viene a nuestro encuentro y se pone a nuestro nivel de manera que podamos percibirlo. Éste es el significado de la Resurrección.
Cristo resucitó para que Su humanidad y Su divinidad se convirtieran para nosotros en realidad hoy, aquí, en el corazón de cada hombre. Esto es la salvación, el Salvador. ¿Qué significa “salvación”, qué es esta palabra? Significa salir de la nada, de una vida miserable de delirio y fantasías, para vivir la vida real. El hombre es una especie de anfibio, es decir, un ser que por su naturaleza está llamado a vivir en dos dimensiones, en dos mundos. No somos espíritus, pero tampoco somos seres puramente biológicos, pertenecemos a otra dimensión. Y éstas no son meras hipótesis, ideas o ideologías, sino una realidad proveniente del hecho que Dios, además de revelarse en forma difusiva, por así decir (en la naturaleza, en la sabiduría humana, en todo), se reveló de manera personal en Cristo Jesús, el cual tuvo inicialmente una localización espacial, histórica muy precisa, que luego se pasa por alto, interrumpiéndose después de la Resurrección. La Resurrección y junto con ella la Ascensión (en este sentido constituyen una sola totalidad) pusieron fin a esta localización. Hoy el Señor, para nosotros, está aquí y ahora. Por este motivo, Él no dijo: “Os dejo un legado literario”, sino: “Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y ésta es una posibilidad para cada uno de nosotros, es el fundamento de la experiencia cristiana. Comprendan, existe una experiencia mística genérica, existen las experiencias de las diversas religiones, cada una de las cuales tiene su propio valor, su propia belleza. Todas tienen las manos extendidas hacia el cielo, manos maravillosas, dignas de la humanidad, porque son las manos de un ser creado a imagen y semejanza de Dios, que se extiende hacia su Arquetipo; pero Cristo es una mano extendida hacia abajo, tal como se representa a veces en los íconos antiguos: una mano que desde lo alto se extiende hacia nosotros. Y sobre esto se edifica todo, un encuentro auténtico con Dios sólo es posible en Cristo. Aquí se encuentra precisamente el secreto de la “oración de Jesús”. En realidad, todas las prácticas de meditación experimental de la humanidad, desde épocas remotas, mediante la repetición de textos, mantras, etc., están vinculadas con peculiaridades y fenómenos de la psique humana. Aquí se subordinan al nombre de Jesús, de tal manera que la oración no se reduzca a una contemplación genérica, abstracta, impersonal, sino que en el centro donde nos ponemos interiormente ante Dios se encuentre el señor Jesús. Si no fuese así, toda la mística cristiana se disolvería y dejaría de distinguirse de toda otra mística, como el budismo zen, por ejemplo, y el resto. Precisamente por este motivo, Cristo dice en las Escrituras: “Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin”. Si quieren encontrar la verdad de su cristianismo, búsquenla únicamente a través de Cristo resucitado.
Quiero decirles otra cosa: la Resurrección es sinónimo de victoria. Dios ha intervenido en nuestra batalla humana, en la gran batalla del Espíritu contra las tinieblas, contra el mal, contra la violencia. Aquel que fue repudiado, condenado, asesinado, humillado, Aquel que se hizo cargo de todas las injusticias del mundo, de todo el mal del género humano, triunfó sobre todo esto.
En la debilidad, en la Cruz, Dios reveló su propia fuerza, y sigue revelándola también ahora.
La Resurrección no es un evento que tuvo lugar en un momento dado para dar testimonio a los discípulos de la victoria de Cristo. Ocurrió hace dos mil años, pero los encuentros han continuado y siguen ocurriendo ininterrumpidamente. Y precisamente el hecho de haber sido Cristo visto con la mirada interior de San Pablo, es decir, de un hombre que no estuvo con Él, que más bien estaba muy alejado de Él y no era su discípulo personal, bueno, precisamente esto constituye el comienzo del camino recorrido luego por todos los cristianos. Pablo dice: “Dios tuvo a bien revelar en mí a su Hijo”. Lo que Dios nos revela a través del Hijo es una experiencia irrepetible, es decir, la experiencia de la Resurrección. Nos encontramos entonces junto a María Magdalena, que creyó en Él, de manera que toda Pascua es para nosotros el hoy, y todos los días son Pascua. En realidad, no hay un día en que el Señor presente en el mundo no entre en diálogo con nosotros, no nos espere, no llame a la puerta de nuestro corazón: “He aquí que estoy en la puerta y llamo”. Éste es el sentido de la Resurrección, su significado contemporáneo, actual, no puramente histórico y válido para el pasado, sino para el hoy. El Señor mismo dijo: “Si no me voy, no recibiréis el Espíritu”, es decir, si no hubiese dejado el mundo como hombre individual y limitado en el espacio, no habría ocurrido lo sucedido posteriormente. De hecho, no habrían existido la Iglesia universal y el cristianismo. Comenzó por tanto a actuar a pesar de las debilidades humanas, a pesar de todas las circunstancias históricas. También hoy sigue actuando a pesar de las circunstancias y seguirá triunfando eternamente. Su obra está sólo en los comienzos: de hecho, Su designio es la transfiguración del mundo, el Reino de Dios. Nosotros sólo podemos tener un presentimiento, una intuición al respecto. El Reino de Dios es lo que el Señor anunció, es una realidad no proyectada al futuro ni de ultratumba (si bien también existen estas dimensiones); el Reino de Dios es lo que experimentamos ya en la actualidad, cuando dentro de nosotros Dios reina, es el soberano, el Señor, cuando está en el centro de nosotros y santifica todas nuestras relaciones, cuando en definitiva está en la raíz de nuestras acciones, nuestros pensamientos y sentimientos, cuando las debilidades y pecados no nos definen, sino permanecen en la periferia de nuestro ser. Precisamente por esto es necesario rezar, a esto debemos tender, es esto lo esencial. En la Resurrección, el Reino de Dios comienza a crecer y triunfar.
Es esto lo que quería decirles brevemente sobre este gran misterio. No se encuentran aquí otras palabras. Se pueden decir muchas cosas abstractas, pero no logran expresar lo esencial. Lo esencial es en cambio el encuentro. Si cada uno de nosotros reflexiona seriamente sobre su propio camino interior, sobre la forma en que Dios lo ha guiado, sobre la misteriosa concatenación de circunstancias, de encuentros con personas y libros, sobre las situaciones de vida a través de las cuales ha sido conducido, se dará cuenta perfectamente de que el Señor sigue estando presente en el mundo, llamando a los corazones y a los hombres a seguirlo y vivir con Él. Ha llamado a todos ustedes. Por este motivo, la biografía de cada una de nosotros es una pequeñísima parte de la historia de la Iglesia, que se traduce de distintas maneras para cada uno, conservando sin embargo rasgos comunes, porque es uno el Señor, una la fe y uno el bautismo.