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En el ánimo de resguardar preventivamente la salud de los ciudadanos, una moción legislativa intentó prohibir que alimentos de alto contenido en sodio, grasa o azúcar fueran ofrecidos en establecimientos educacionales, incluidas las universidades. Alegan, los propulsores de la idea, que el Estado debe pagar un alto monto de prestaciones médicas por las deficiencias sanitarias asociadas al consumo de dichos alimentos. El nivel masivo de obesidad, diabetes y afecciones cardíacas serían ya un tema de salud pública, que obligaría al Estado a intervenir potestativamente en las diarias decisiones que el ciudadano adopta respecto de su comida y bebida.
No es a priori ni es totalmente cierto que sea el Estado el que financia esas prestaciones médicas. Y aun si lo fuera, ello no le da título suficiente para erigirse en árbitro absoluto de la dieta ciudadana (los gastos médicos de las víctimas de la delincuencia no habilitan al Ministerio de Salud para impartir justicia penal o instrumentar una política criminal). Puede y debe el Estado proteger y coordinar acciones de salud, exigir y asegurar la debida información sobre alimentos y medicamentos. Prohibirá, claro, expender sustancias que, cualquiera sea la dosis o habitualidad, ponen en riesgo directo y grave la salud e incluso la vida de quien las consume. Más allá de esos límites, puede aun implementar políticas educativas, pero no coercitivas: su rol subsidiario le obliga a reconocer y amparar a los grupos intermedios y garantizarles su legítima autonomía. En especial debe respetar el derecho y deber de los padres de familia en la educación de sus hijos; como también la libertad de trabajo y el derecho de emprendimiento en lo que no sean contrarios a la moral, el orden público o la seguridad nacional.
La incoherencia de este proyecto con la normativa constitucional se hace aún más patente en la ideología de quienes lo propician. Están poseídos por la idolatría de la libertad sin límites. “Yo decido lo que quiero ver, hacer o decir”, argumentan cuando alguien procura hacer efectivo el derecho al pudor, a la honra, al orden público y seguridad ciudadana, amenazados por espectáculos invasivos, manifestaciones violentas o publicaciones calumniosas. Mientras reivindican libertad para afectar bienes intangibles del patrimonio espiritual de la persona, liberan intolerancia mesiánica, pirotecnia mediática y totalitarismo administrativo o legal cuando se trata de índices de sal y azúcar, colesterol y kilos de peso. Su celo por la salud y esbeltez se limita a los niños y jóvenes, como en la antigua Esparta. Si un feto ya concebido no es deseado por sus padres, o comporta visos de enfermedad o labilidad; si un adulto enfrenta su fase terminal, ellos postulan reponer la pena de muerte, vía legalización del aborto y eutanasia. Discriminación. Incoherencia mortal.
No es a priori ni es totalmente cierto que sea el Estado el que financia esas prestaciones médicas. Y aun si lo fuera, ello no le da título suficiente para erigirse en árbitro absoluto de la dieta ciudadana (los gastos médicos de las víctimas de la delincuencia no habilitan al Ministerio de Salud para impartir justicia penal o instrumentar una política criminal). Puede y debe el Estado proteger y coordinar acciones de salud, exigir y asegurar la debida información sobre alimentos y medicamentos. Prohibirá, claro, expender sustancias que, cualquiera sea la dosis o habitualidad, ponen en riesgo directo y grave la salud e incluso la vida de quien las consume. Más allá de esos límites, puede aun implementar políticas educativas, pero no coercitivas: su rol subsidiario le obliga a reconocer y amparar a los grupos intermedios y garantizarles su legítima autonomía. En especial debe respetar el derecho y deber de los padres de familia en la educación de sus hijos; como también la libertad de trabajo y el derecho de emprendimiento en lo que no sean contrarios a la moral, el orden público o la seguridad nacional.
La incoherencia de este proyecto con la normativa constitucional se hace aún más patente en la ideología de quienes lo propician. Están poseídos por la idolatría de la libertad sin límites. “Yo decido lo que quiero ver, hacer o decir”, argumentan cuando alguien procura hacer efectivo el derecho al pudor, a la honra, al orden público y seguridad ciudadana, amenazados por espectáculos invasivos, manifestaciones violentas o publicaciones calumniosas. Mientras reivindican libertad para afectar bienes intangibles del patrimonio espiritual de la persona, liberan intolerancia mesiánica, pirotecnia mediática y totalitarismo administrativo o legal cuando se trata de índices de sal y azúcar, colesterol y kilos de peso. Su celo por la salud y esbeltez se limita a los niños y jóvenes, como en la antigua Esparta. Si un feto ya concebido no es deseado por sus padres, o comporta visos de enfermedad o labilidad; si un adulto enfrenta su fase terminal, ellos postulan reponer la pena de muerte, vía legalización del aborto y eutanasia. Discriminación. Incoherencia mortal.

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