NATURAL

Por Padre Raúl Hasbún

Por: | Publicado: Viernes 25 de enero de 2013 a las 05:00 hrs.
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Una de mis cuatro perras acaba de dar a luz. Hacía 14 años que esto no sucedía en mi casa. En los casos anteriores la preñez venía como resultado de salidas fugaces y encuentros fortuitos con quiltros de la calle. Esta vez preferí concertar el concúbito, mediante estudiada elección de pareja, fecha y domicilio conocido. Mi perra volvió a casa entre contenta e inquieta, y a las dos semanas emprendió asertivamente las labores pre-parto. Se puso más y más exigente en cantidad y calidad de comida. Adoptó un talante más reservado en relación a las otras tres, y demandó especiales muestras de afecto por parte de su amo. En sus ratos de soledad trabajaba febrilmente en la construcción de un túnel subterráneo, obra maestra de intuitiva ingeniería: con la cabida exacta para cachorros del tamaño que en efecto tendría al nacer, inabordable para cualquier animal de mayor envergadura, diseñado para proteger del agua, del frío y del calor, prolongación perfecta de su hábitat intrauterino.

Nadie le enseñó o sugirió cosa alguna. Jamás dio motivo para pensar en la necesidad de un médico veterinario – y era su primer embarazo. En la noche del 11 al 12 de diciembre comenzó, sin avisar ni reclamar, su trabajo de parto. Dio a luz nueve cachorritos. A cada uno le fue prestando los primeros auxilios vitales y sanitarios. Si algún humano intentaba enmendarle la plana, proponer o imponer un cambio de lugar o un tratamiento especial, ella lo rehusaba con fiera determinación. Nadie sabía mejor que ella lo que era mejor para sus pequeños. Pasó más de siete días sin moverse del lugar de parto, amamantando, limpiando, vigilando: ¡ay de quien, humano o canino, osara acercarse a estas vidas mínimas y por eso tan preciosas, entregadas a su exclusivo cuidado materno! Las disputas a mordiscos y forcejeos con sus pares por este concepto fueron memorables, y los pares aprendieron la lección: distancia, no intervención, respeto sagrado a una realidad misteriosa que nunca habían conocido pero que tenía, y muy caninamente promulgados, sus propios códigos de comportamiento. Recién a mediados de la segunda semana ella se concedió salidas para comer y asearse, retornando en rauda carrera a su túnel-nido cada vez que los cachorros externalizaban su hambre de mamá. Por respeto reverencial me permitió tomar en brazos a algún cachorrito, siempre ella de pie a mi lado y con ojazos de vigilante ansiedad. Trascurrido el mes los pequeños empezaron a caminar, a jugar, a pelear entre sí e interactuar con los adultos humanos, en los mismos términos vividos y enseñados por su madre: tierno abandono en personas de su confianza, prudente distancia respecto de desconocidos.

Durante seis semanas he asistido como alumno a una cátedra de derecho y sabiduría natural. Invito a los legisladores a matricularse en ella.



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