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“Luchemos juntos contra la corrupción”

El llamado del Papa contra “la peor plaga social”: “Cristianos, personas de otras confesiones y no creyentes debemos unirnos para combatir esta blasfemia, este cáncer que está deteriorando nuestras vidas. La Iglesia no debe tener miedo de purificarse a sí misma”.

Por: | Publicado: Viernes 21 de julio de 2017 a las 04:00 hrs.
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Presentamos el prólogo del Papa Francisco al libro “Corrosione” (Corrosión) (Ed. Rizzoli), escrito por Peter K.A. Turkson con el filósofo Vittorio V. Alberti. Según el Pontífice, “el Cardenal Turkson explora los diversos ámbitos en los cuales nace y se insinúa la corrupción, desde la espiritualidad del hombre hasta sus construcciones sociales y culturales, políticas e incluso criminales, relacionando estos aspectos también con aquello que más nos interpela: la identidad y el camino de la Iglesia”. Concluye Bergoglio: “Se requiere educación y cultura misericordiosa, se requiere cooperación por parte de todos en conformidad con las propias posibilidades, los propios talentos, la propia creatividad”. Turkson, ya Arzobispo de Cape Coast y Presidente de la Conferencia de Obispos de Ghana, es Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral a partir del año 2016.

Prólogo

En su raíz etimológica, la corrupción define una laceración, una rotura, una descomposición o desintegración. Ya sea como estado interior o como hecho social, es posible comprender su acción observando las relaciones que tiene el hombre en su naturaleza más profunda.

El ser humano tiene ciertamente una relación con Dios, una relación con su prójimo, una relación con lo creado, es decir, con el ambiente en el cual vive. Esta triple relación -en la cual también está incluida la del hombre consigo mismo- le da contexto y sentido a su acción y en general a su vida.

Cuando el hombre respeta las exigencias de estas relaciones, es honesto, asume responsabilidades con rectitud de corazón y trabaja para el bien común. Cuando, en cambio, experimenta una caída, es decir, se corrompe, estas relaciones se desgarran. Así, la corrupción expresa la forma general de la vida desordenada del hombre en decadencia.

Al mismo tiempo, también como consecuencia de la caída, la corrupción revela una conducta antisocial suficientemente fuerte como para anular la validez de las relaciones y por consiguiente, luego, de los pilares sobre los cuales se basa una sociedad: la coexistencia entre personas y la vocación para desarrollarla.

La corrupción rompe todo esto, sustituyendo el bien común con un interés particular que contamina toda perspectiva general.

Ésta nace de un corazón corrompido y es la peor plaga social, porque genera problemas y crímenes sumamente graves que involucran a todos. La palabra “corrupto” recuerda el corazón roto, el corazón manchado por algo, arruinado, como un cuerpo que en la naturaleza entra en un proceso de descomposición y despide mal olor.

¿Qué hay en el origen de la explotación del hombre por el hombre? ¿Qué, en el origen de la degradación y de la falta de desarrollo? ¿Qué, en el origen de la injusticia social y de la mortificación del mérito? ¿Qué, en el origen de la falta de servicios para las personas? ¿Qué, en la raíz de la esclavitud, del desempleo, del abandono de las ciudades, de los bienes comunes y de la naturaleza? ¿Qué deteriora, en suma, el derecho fundamental del ser humano y la integridad del ambiente? La corrupción, que de hecho es el arma, es el lenguaje más común incluso de las mafias y de las organizaciones criminales en el mundo. Por este motivo, constituye un proceso mortal que da impulso a la cultura de la muerte de las mafias y de las organizaciones criminales.

Hay una profunda cuestión cultural, que es preciso enfrentar. Hoy en día muchos no logran ni siquiera imaginar el futuro; hoy, para un joven, es difícil creer realmente en su futuro, en cualquier futuro, y lo mismo para su familia. Este cambio nuestro de época, tiempo de crisis muy extendida, refleja la crisis más profunda que involucra a nuestra cultura. En este contexto se enmarca y percibe la corrupción en sus diversos aspectos. Se trata de la presencia de la esperanza en el mundo, sin la cual la vida pierde ese sentido de búsqueda y posibilidad de mejoramiento que la hace posible.

En este libro, el Cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, actualmente Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, y ya Presidente del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, explica debidamente la ramificación de estos significados de la corrupción, y lo hace concentrándose especialmente en el origen interior de este estado que de hecho surge en el corazón del hombre y puede surgir en el corazón de todos los hombres. En realidad, todos estamos muy expuestos a la tentación de la corrupción; incluso cuando pensamos haberla derrotado, puede presentarse nuevamente.

El hombre es visualizado en todos sus aspectos, no se divide de acuerdo con sus actividades, de manera que la corrupción se interpreta -como se hace en este libro- en su totalidad, para la totalidad del hombre, tanto en sus expresiones delictuales como políticas, económicas, culturales, espirituales.

En el año 2016, concluyó el Jubileo Extraordinario de la Misericordia. La misericordia permite superarse en espíritu de búsqueda. ¿Qué ocurre si nos atrincheramos en nosotros mismos y el pensamiento y el corazón no exploran un horizonte más amplio? Nos corrompemos, y al corrompernos asumimos la actitud triunfalista de quienes se sienten más valientes y listos que los demás. La persona corrupta no se da cuenta, sin embargo, de que se está construyendo desde sí misma la propia cadena. Un pecador puede pedir perdón; un corrupto olvida pedirlo. ¿Por qué? Porque ya no necesita avanzar, buscar pistas más allá de sí mismo: está cansado, pero saciado, lleno consigo mismo. Efectivamente, la corrupción tiene en su origen un cansancio con la trascendencia, como indiferencia.

El Cardenal Turkson -como se comprende con este diálogo que se desarrolla paulatinamente con un itinerario preciso- explora los diversos ámbitos en los cuales nace y se insinúa la corrupción, desde la espiritualidad del hombre hasta sus construcciones sociales, culturales, políticas e incluso criminales, relacionando estos aspectos también con aquello que más nos interpela: la identidad y el camino de la Iglesia.

La Iglesia debe escuchar, elevarse e inclinarse con misericordia sobre los dolores y las esperanzas de las personas, y debe hacerlo sin tener miedo de purificarse a sí misma, buscando asiduamente el camino para mejorar. Henri de Lubac escribió que el peligro más grande para la Iglesia es la mundanidad espiritual -es decir, la corrupción-, más desastrosa que la lepra infame.

Nuestra corrupción es la mundanidad espiritual, la tibieza, la hipocresía, el triunfalismo, el hacer prevalecer únicamente el espíritu del mundo en nuestras vidas, el sentido de indiferencia.

Y precisamente con esta conciencia nosotros, hombres y mujeres de Iglesia, podemos acompañarnos a nosotros mismos y a la humanidad sufriente, sobre todo aquella más oprimida por las consecuencias criminales y de degradación general de la corrupción.

Mientras escribo, me encuentro aquí en el Vaticano, en lugares de absoluta belleza, donde el ingenio humano ha procurado elevarse y trascender en una tentativa por hacer que lo inmortal venza a lo caduco, a lo corrupto. Esta belleza no es un accesorio cosmético, sino algo que sitúa en el centro a la persona humana para que ésta pueda levantar la cabeza contra todas las injusticias. Esta belleza debe casarse con la justicia. Así, debemos hablar de corrupción, denunciar sus males, comprenderla, mostrar la voluntad de afirmar la misericordia en vez de la mezquindad, la curiosidad y la creatividad en vez del cansancio resignado, la belleza en vez de la nada. Nosotros, cristianos y no cristianos, somos copos de nieve, pero si nos unimos podemos convertirnos en una avalancha: un movimiento fuerte y constructivo. Esto es el nuevo humanismo, este renacimiento, esta re-creación contra la corrupción que podemos realizar con audacia profética. Debemos trabajar todos juntos, cristianos, no cristianos, personas de todas las confesiones y no creyentes, para combatir esta forma de blasfemia, este cáncer que deteriora nuestras vidas. Es urgente tomar conciencia de esto, para lo cual se requiere educación y cultura misericordiosa, se requiere cooperación por parte de todos en conformidad con las propias posibilidades, los propios talentos, la propia creatividad.

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