Pentecostés
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Significa, en griego, “cincuenta”. Cuarenta días después de resucitar Jesús ascendió al cielo, asegurando a los suyos: “no los dejaré huérfanos, les daré otro Abogado, el Espíritu Santo, quien les recordará todo lo que les he enseñado y les dará la fuerza para que sean mis testigos hasta el confín de la tierra”. Diez días más tarde, al celebrarse la fiesta judía de Pentecostés, en que los devotos peregrinaban a Jerusalén para dar gracias por las primicias de la cosecha, un viento huracanado se descargó sobre la casa en que los apóstoles perseveraban unánimes en la oración, junto con María, la madre de Jesús. Lenguas de fuego se posaron sobre la cabeza de cada uno de ellos. Y comenzaron a hablar en otras lenguas, de modo que los peregrinos venidos de todas las naciones los escuchaban proclamando, en su propio idioma, las maravillas de Dios.
Fue una fiesta de unidad reconquistada. Hasta el tiempo de Noé todo el mundo hablaba el mismo lenguaje. Pero llevados de su soberbia, los hombres de entonces decidieron edificar una ciudad cuya torre se empinara hasta el cielo. Se harían famosos y mostrarían ser tan poderosos, que ya no necesitarían a Dios. Si el pecado del Paraíso había sido rebelarse contra Dios, la tentación era ahora edificar sin Dios. Pero “si el Señor no edifica la casa, en vano se fatigan los constructores”. Dios respondió a la soberbia de los arquitectos y albañiles confundiendo sus lenguas, de modo que ya no fueron capaces de entenderse y tuvieron que dispersarse por toda la faz de la tierra, dejando la edificación inconclusa. Por eso la ciudad de los soberbios fue llamada Babel, que significa embrollo, es decir enredo, confusión, conflicto, caos, mentira, chanchullo.
Babel fue premonitorio. Cada vez que los hombres pretendieron edificar la ciudad sin Dios, terminaron organizándola contra el hombre. Exiliar a Dios condena los proyectos sociales a la oscuridad de un túnel sin salida. Y es que el Dios-Amor fundamenta todo su obrar y fructificar en la unidad de los emprendedores humanos. El supremo anhelo, la más ardiente y postrera súplica de Jesús antes de morir fue: que todos sean uno. Entregó su vida para recomponer la unidad de los hijos dispersos. Sabía que el ideal de fraternidad es imposible sin el reconocimiento de una paternidad común. Para que viniera su Espíritu en Pentecostés fue necesario que los discípulos fueran ya un solo corazón y una sola alma. Porque lo fueron, el Espíritu les devolvió el idioma original, el que todo el mundo entiende, el lenguaje del amor.
Hablando ese lenguaje se obran maravillas. Las maravillas que asombran y transforman la ciudad de los hombres son creación del espíritu. Nada supera al espíritu en verdad, en sabiduría, en elocuencia persuasiva, en fortaleza constructiva. El espíritu es inmortal y hace inmortales sus creaciones. El espíritu, porque es amor, no se fabrica con leyes ni se transmite por decreto. Sin espíritu todo es embrollo. El espíritu vence siempre. Sólo él construye y vence.