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Este Domingo seremos testigos de una beatificación. Lo fuimos respecto de Teresa de los Andes, Alberto Hurtado y Laurita Vicuña. Fguras chilenas que pudimos conocer, personalmente o por testigos recientes. También tuvimos en Chile, por 5 días, a Juan Pablo II. Los chilenos de hoy sabemos qué es un beato y por qué lo es.
La etimología ayuda: “beatus”, en latín, significa feliz. Beatificar es un acto solemne del Magisterio de la Iglesia, por el cual se reconoce que una persona ha seguido el camino de Cristo en grado de imitación heroica, por lo que se encuentra ya en posesión de la dicha suprema: contemplar el rostro de Dios y disfrutar de su paz. El beatificado es un ser plenamente feliz.
¿Por qué llegó a ese estado definitivo de suprema felicidad? Porque buscó y realizó la voluntad de Dios. ¿Qué dispone y manda la voluntad de Dios? Que amemos tal como El, en Cristo, nos amó. Se beatifica a una persona porque amó a Dios y al prójimo hasta el extremo.
Entonces ¿es la beatificación un premio a la virtud de la caridad, practicada excelsamente? En rigor, la beatificación no premia al que amó mucho: el hecho de haber amado tanto es lo que lo hizo y hace supremamente feliz. El amor trae consigo su propio premio.
Esta simple constatación nos revela que la santidad, ya incoada en la beatificación, no queda reservada a los mártires, o a los fundadores de grandes empresas apostólicas o depositarios de carismas excepcionales. Cada uno de nosotros tiene la vocación, la misión y la capacidad de amar como Cristo nos amó. En escenarios de diaria rutina, en situaciones de normal ocurrencia, en cualquier estado, profesión u oficio, una persona será beata y por ende dichosa, si tan sólo se concentra, con la gracia de Dios que nunca le será negada, en convertir todo su quehacer en una ocasión de amar. Priorizando el motivo del amor, buscando como finalidad el acrecentamiento del amor, reconociendo que no hay mejor método que el del amor, esa persona estará imitando perfectamente a Cristo e interpretando fielmente su legado testamentario.
Teresa de los Andes resumió su camino de santidad en una fórmula simple: orar, sufrir, amar, servir. Alberto Hurtado amó a Cristo, a la Iglesia y por ello a los pobres, predilectos de Cristo y de la Iglesia. Laurita Vicuña amó a su madre y ofreció su salud y su vida para devolverla al camino de la virtud. Juan Pablo II amó al mundo, a la Humanidad y los sirvió reencarnando en la Iglesia la parábola del buen samaritano: al que yace despojado y desvalido no se le analiza ni juzga, se le acoge y ama sin miedo, sin mentira, sin medida. Este domingo, cuando contemplemos su imagen, reconozcamos en ella nuestra propia vocación a ser felices por la cotidiana práctica del amor. Por cierto, en el “Totus tuus, María”.
La etimología ayuda: “beatus”, en latín, significa feliz. Beatificar es un acto solemne del Magisterio de la Iglesia, por el cual se reconoce que una persona ha seguido el camino de Cristo en grado de imitación heroica, por lo que se encuentra ya en posesión de la dicha suprema: contemplar el rostro de Dios y disfrutar de su paz. El beatificado es un ser plenamente feliz.
¿Por qué llegó a ese estado definitivo de suprema felicidad? Porque buscó y realizó la voluntad de Dios. ¿Qué dispone y manda la voluntad de Dios? Que amemos tal como El, en Cristo, nos amó. Se beatifica a una persona porque amó a Dios y al prójimo hasta el extremo.
Entonces ¿es la beatificación un premio a la virtud de la caridad, practicada excelsamente? En rigor, la beatificación no premia al que amó mucho: el hecho de haber amado tanto es lo que lo hizo y hace supremamente feliz. El amor trae consigo su propio premio.
Esta simple constatación nos revela que la santidad, ya incoada en la beatificación, no queda reservada a los mártires, o a los fundadores de grandes empresas apostólicas o depositarios de carismas excepcionales. Cada uno de nosotros tiene la vocación, la misión y la capacidad de amar como Cristo nos amó. En escenarios de diaria rutina, en situaciones de normal ocurrencia, en cualquier estado, profesión u oficio, una persona será beata y por ende dichosa, si tan sólo se concentra, con la gracia de Dios que nunca le será negada, en convertir todo su quehacer en una ocasión de amar. Priorizando el motivo del amor, buscando como finalidad el acrecentamiento del amor, reconociendo que no hay mejor método que el del amor, esa persona estará imitando perfectamente a Cristo e interpretando fielmente su legado testamentario.
Teresa de los Andes resumió su camino de santidad en una fórmula simple: orar, sufrir, amar, servir. Alberto Hurtado amó a Cristo, a la Iglesia y por ello a los pobres, predilectos de Cristo y de la Iglesia. Laurita Vicuña amó a su madre y ofreció su salud y su vida para devolverla al camino de la virtud. Juan Pablo II amó al mundo, a la Humanidad y los sirvió reencarnando en la Iglesia la parábola del buen samaritano: al que yace despojado y desvalido no se le analiza ni juzga, se le acoge y ama sin miedo, sin mentira, sin medida. Este domingo, cuando contemplemos su imagen, reconozcamos en ella nuestra propia vocación a ser felices por la cotidiana práctica del amor. Por cierto, en el “Totus tuus, María”.

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