En los últimos cinco años, las empresas se han enfrentado a un cóctel de crisis: pandemia, guerras, interrupciones de cadenas de suministro, inflación y un mundo económico que se mueve como montaña rusa. La lección es clara: la incertidumbre ya no es una excepción, es la regla. En este escenario, la resiliencia se ha convertido en un requisito básico para sobrevivir.
Muchas compañías lo han entendido y, a primera vista, parece que van por buen camino. De hecho, según el Índice de Resiliencia de Accenture, donde estudiamos a más de 1.600 empresas en el mundo, la mayoría mostró un repunte en las puntuaciones generales de resiliencia. Estas posiciones se evalúan basándose en varias capacidades, incluyendo la fortaleza financiera y empresarial—que incluye aspectos comerciales, de personas, operativos y de sostenibilidad (ambiental, social y de gobernanza)—, y la fortaleza tecnológica. La puntuación general del Índice de Resiliencia de una empresa es el promedio de su fortaleza financiera, empresarial y tecnológica.
Pero el problema es que, cuando miramos con lupa, descubrimos que la foto optimista esconde grietas cada vez más grandes.
Primero, la resiliencia se está fracturando. La distancia entre las empresas más preparadas y las rezagadas crece cada vez más: la brecha ya es de 17 puntos. Segundo, se está desalineando. Muchas organizaciones avanzan en un aspecto, pero olvidan los otros. Según nuestro estudio, solo 4% ha avanzado en todas las dimensiones. Por ejemplo, mientras se ha recuperado la resiliencia tecnológica y sostenible, ha habido una importante caída en resiliencia de personas y operacional. Tercero, la resiliencia se está estancando. Una parte importante de las empresas sigue aplicando manuales viejos, como si los problemas de hoy pudieran resolverse con recetas de hace cinco años.
¿Por qué importa todo esto? Porque las empresas verdaderamente resilientes hacen crecer sus ingresos un 6% más rápido que las menos preparadas. El secreto está en dejar de ver la resiliencia como un colchón para amortiguar golpes y visualizarla como un trampolín que permite usar las crisis como impulso para cambiar y crecer.
En el mundo postpandemia, la tecnología se convirtió en prioridad. Las compañías han aumentado sus inversiones en IA, datos y ciberseguridad, lo cual está muy bien. Pero en esa carrera, olvidaron a los empleados. Y sin personas capacitadas para interpretar y aplicar estas herramientas, corremos el riesgo de “automatizar el pasado” en vez de inventar el futuro.
La resiliencia ya no se define solo por la adaptabilidad humana. Las organizaciones deben ir más allá de los modelos de fuerza laboral tradicionales y adoptar estrategias de talento que permitan el trabajo en equipo humano-IA, apoyen el aprendizaje continuo y empoderen a los empleados para trabajar junto a agentes inteligentes. La capacidad de aprovechar y escalar la inteligencia de las máquinas a través de la colaboración humano-IA está emergiendo como una característica definitoria de organizaciones resilientes y de alto rendimiento.
También debe haber un cambio de enfoque en el frente operativo. Antes, diversificar geográficamente la producción era la receta mágica. Hoy no basta con tener fábricas en distintos países si no hay capacidad real de cambiar rutas de suministro o reconfigurar operaciones cuando un barco queda atascado en un canal o estalla un conflicto geopolítico. La verdadera resiliencia operativa ahora depende menos del tamaño del despliegue y más de la opción estratégica, es decir, la capacidad de cambiar a medida que suceden los imprevistos.
En pocas palabras, la resiliencia no es aguantar, es avanzar en medio de la tormenta. Y para lograrlo, las empresas tienen que dejar atrás la visión de silos y apostar por un modelo integral que combine personas, tecnología y operaciones como un solo sistema vivo. Porque hoy la resiliencia ya no es lo que creíamos.