La reciente decisión de la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) de eliminar las tarjetas de coordenadas como método de autenticación bancaria ha reactivado una discusión incómoda pero urgente: ¿cómo estamos abordando la transformación digital en un país donde una parte importante de la población no está alfabetizada digitalmente?
Lo que a primera vista parece un paso lógico hacia una infraestructura más segura y moderna, en línea con los estándares globales, deja al descubierto una brecha que no es técnica, sino social.
Más del 67 % de los adultos mayores en Chile declara no tener las competencias necesarias para interactuar con herramientas digitales complejas; un 20 % no accede regularmente a Internet, y muchas personas que sí están conectadas no saben utilizar aplicaciones bancarias o mecanismos de validación vía app.
A la vez, una parte significativa de los trámites del Estado ya se gestionan digitalmente, aunque no todos están plenamente automatizados ni resultan accesibles para todos los grupos. La tecnología puede ser un vehículo de democratización, pero también una barrera estructural si no se acompaña de una estrategia de inclusión y formación real.
El verdadero desafío no está en eliminar o no las tarjetas de coordenadas, sino en implementar un modelo de alfabetización digital como política pública, que sea intergeneracional, descentralizado y sostenido, que combine diseño accesible, formación continua y acompañamiento humano. No podemos seguir tomando decisiones de política digital como si todas las personas caminaran al mismo ritmo.
La tecnología puede ser un gran igualador o una herramienta de exclusión. La clave está en cómo diseñamos su implementación.
En este contexto, el sector privado tiene un rol clave: no solo debe cumplir con la normativa, sino liderar activamente el proceso de educación digital de sus colaboradores y clientes. Por su parte, el Estado a través de Sence y Senama debería impulsar una alianza estratégica que permita impartir programas gratuitos para personas mayores, enfocados en el uso de herramientas tecnológicas, seguridad digital y servicios en línea.
Educar a clientes y usuarios no es un gasto: es una inversión en sostenibilidad, confianza y fidelización. Más allá del nombre, responsabilidad social, valor compartido o vinculación con el entorno, este compromiso debería ser un pilar de cualquier estrategia organizacional seria.
Porque una economía verdaderamente moderna no se mide solo por cuán rápido avanza su tecnología, sino por cuán profundamente integra a quienes la habitan.