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David Golder

"David Golder", la primera novela de Irí¨ne Némirovsky (Kiev, 1903; Auschwitz, 1942), es, en varios aspectos, sorprendente.

Por: | Publicado: Sábado 19 de abril de 2008 a las 05:00 hrs.
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“David Golder”, la primera novela de Irène Némirovsky (Kiev, 1903; Auschwitz, 1942), es, en varios aspectos, sorprendente. Desde luego por el oficio y madurez que exhibe la autora, tratándose de su primera entrega y teniendo entonces sólo 26 años. Hay una precisión, un dominio del tiempo y la imagen, una capacidad de dar con el verbo y el adjetivo justo, que parece obra de un consagrado (por cierto, “David Golder” la consagró...).

La temática, sencilla, sorprende también por el modo cabal en que se la trata: una historia descarnada, sí, pero que se desarrolla con certeza y sin remilgos; lo que la llena de vida. Otra vez, oficio.  Ser capaz de retratar las tenues aunque conmovedoras cuotas de humanidad que, como espasmos, todavía pueden darse en vidas traspasadas por la futilidad y el vacío, por el lacerante egoísmo y la cruel mezquindad, es también cuestión de talento. Un talento exigido y tensionado, puesto a prueba casi al máximo, para dar lo mejor de sí.

Diría que solo una alta sensibilidad, junto a un gran dominio de la técnica que permite expresarla –en este caso, la técnica narrativa, el arte de escribir–, son capaces de lograr novelas como ésta.

Y no es que Némirovsky escriba bien en el sentido pueril de escribir “bonito” o “en bonito”: hay una adecuación precisa del lenguaje –motriz, arquitectónica, sistemática– a las emociones que se quieren transmitir.

Esta verdadera “Vida de David Golder”, aunque sólo refiera algunos de los últimos años del protagonista, es profunda y “real”. Un frío hombre de negocios que debe vérselas –al final de una existencia aparentemente sin sentido– con los dos más grandes y difíciles negocios que jamás tuviera la oportunidad –o el coraje– de enfrentar: su propia familia y su propia muerte.

El retrato es patético, pero conmovedor. Némirovsky ha sabido retratar las bajezas a las que podemos llegar los seres humanos en un contexto de “decencia formal”: aquí no hay delitos, ni muertes, ni violaciones, ni nada por el estilo. Lo que sí hay –que quizá es peor– es odio, egoísmo, vidas vanas e inútiles, ambiciones estúpidamente irresistibles, la abyecta soledad expuesta –enfrentada– a sí misma. Pero hecho con tal maestría que no solo no desagrada sino que, como dije, conmueve.

Ciertamente, si se tiene en consideración la biografía de Irène Némirovsky puede resultar comprensible –o al menos explicable– su preciso conocimiento del entorno en que instala su novela y los personajes: la vida de los judíos inmigrantes desde la Rusia comunista a Europa Central, en plenos años ’20, convertidos en nuevos ricos: la nueva y ansiosa clase acomodada de París y otros lugares. Pero no basta con haber vivido una experiencia o provenir de un determinado entorno –más o menos cercano; más o menos parecido– para ser capaz de reproducirlo en una obra literaria con la vitalidad con la que Némirovsky lo hace. Esto, una vez más, tiene que ver con el talento. Con su talento.

Si “David Golder” (Salamandra, 2006) fuera una fábula –que no lo es– diría que sus moralejas son las siguientes: incluso las personas más frías son capaces de amar, incluso las personas con el amor propio más gigantesco son capaces de sufrir, incluso las personas más egoístas son capaces de dar... alguna vez. No todo está perdido, parece decir Némirovsky.

Aunque considerar que murió en Auschwitz deja un sabor raro en la boca...

 

 

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