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Cortesía, Amor y Civilización

Por: | Publicado: Viernes 13 de mayo de 2016 a las 04:00 hrs.
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En la reciente Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (n. 107) el Papa Francisco, citando al escritor mexicano y Premio Nobel Octavio Paz, de su libro La llama doble*, señala que "La cortesía "es una escuela de sensibilidad y desinterés", que exige a la persona "cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar". A continuación párrafos seleccionados del capítulo 8 de la obra mencionada.

El eclipse del alma ha provocado una duda que no me parece exagerado llamar ontológica sobre lo que es o puede ser realmente una persona humana. ¿Es mero cuerpo perecedero, un conjunto de reacciones físico-químicas? ¿Es una máquina, como piensan los especialistas de la "inteligencia artificial"? en uno u otro caso, es un ente o, más bien, un producto que, si llegásemos a tener los conocimientos necesarios, podríamos reproducir e incluso mejorar a voluntad.


La persona humana, que había dejado de ser el trasunto de la divinidad, ahora también deja de ser un resultado de la evolución natural e ingresa en el orden de la producción industrial: es una fabricación. Esta concepción destruye la noción de persona y así amenaza en su centro mismo a los valores y creencias que han sido el fundamento de nuestra civilización y de nuestras instituciones sociales y políticas. Así pues, la confiscación del erotismo y del amor por los poderes del dinero es apenas un aspecto del ocaso del amor; el otro es la evaporación de su elemento constitutivo: la persona. Ambos se completan y abren una perspectiva sobre el posible futuro de nuestras sociedades: la barbarie tecnológica.


Desde la Antigüedad grecorromana, a pesar de los numerosos cambios de orden religioso, filosófico, y científico, habíamos vivido en un universo mental relativamente estable pues reposaba sobre dos poderes en apariencia inconmovibles: la materia y el espíritu. Eran dos nociones a un tiempo antitéticas y complementarias. Una y otra, desde el Renacimiento, comenzaron a vacilar. En el siglo XVIII uno de los pilares, el espíritu, comenzó a desmoronarse. Paulatinamente abandonó, primero, al cielo y, después, a la tierra; dejó de ser la primera causa, el principio originador de todo lo que existe; casi al mismo tiempo, se retiró del cuerpo y de las conciencias. El alma, pneuma, como decían los griegos, es un soplo y, soplo al fin, se volvió aire en el aire. Psiquis volvió a su patria lejana, la mitología. Más y más, a través de distintas hipótesis y teorías, pensamos que el alma depende del cuerpo o, más exactamente, que es una de sus funciones. El otro término, la antigua materia, límite extremo del cosmos para Plotino, también se ha ido desvaneciendo. Ya no es ni substancia ni nada que podamos oír, ver o tocar: es energía que, a su vez, es tiempo que se espacializa, espacio que se resuelve en duración. El alma se ha vuelto corpórea; la materia, insubstancial, doble ruptura que nos ha encerrado dentro de una suerte de paréntesis: nada de lo que vemos parece ser de verdad y es invisible aquello que es de verdad. La realidad última no es una presencia sino una ecuación. El cuerpo ha dejado de ser algo sólido, visible y palpable: ya no es sino un complejo de funciones; y el alma se ha identificado con esas funciones. La misma suerte han corrido los objetos físicos, desde las moléculas hasta los astros. Al contemplar el cielo nocturno, los antiguos veían en las figuras de las constelaciones una geometría animada: el orden mismo; para nosotros, el universo ha dejado de ser un espejo o un arquetipo. Todos estos cambios han alterado a la idea del amor al grado de volverla, como el alma y como la materia, incognoscible.


Para los antiguos, el universo era la imagen visible de la perfección; en la noción circular de los astros y los planetas, Platón veía la figura misma del ser y del bien. Reconciliación del movimiento y la identidad: el girar de los cuerpos celestes, lejos de ser cambio y accidente, era el diálogo del ser consigo mismo. Así, el mundo sublunar, nuestra tierra -región del accidente, la imperfección y la muerte- tenía que imitar al orden celeste: la sociedad de los hombres debería copiar a la sociedad de los astros. Esta idea alimentó al pensamiento político de la Antigüedad y del Renacimiento; la encontramos en Aristóteles y en los estoicos, en Giordano Bruno y en Campanella. Para Einstein el universo aún poseía una figura, era un orden. También esa creencia hoy se tambalea y la física cuántica postula un universo otro dentro del universo. Si hemos de creer a la ciencia contemporánea, el universo está en expansión, es un mundo que se dispersa. La sociedad moderna también es una sociedad errante. Somos hombres errantes en un mundo errante.


Al obscurecimiento de la antigua imagen del mundo corresponde el ocaso de la idea del alma. En la esfera de las relaciones humanas la desaparición del alma se ha traducido en una paulatina pero irreversible desvalorización de la persona. Nuestra tradición había creído que cada hombre y cada mujer era un ser único, irrepetible; los modernos los vemos como órganos, funciones y procesos. Las consecuencias han sido terribles. El hombre es un ser carnicero y un ser moral: como todos los animales vive matando pero para matar necesita una doctrina que lo justifique. En el pasado, las religiones y las ideologías le suministraron toda clase de razones para asesinar a sus semejantes. Sin embargo, la idea de alma fue una defensa contra el homicidio de los Estados y las Inquisiciones. Se dirá: defensa débil, frágil, precaria. Aunque que no lo niego, agrego: defensa al fin. El primer argumento a favor de los indios americanos fue afirmar que eran criaturas con alma: ¿quién podría ahora repetir, con la misma autoridad, el argumento de los misioneros españoles? En la gran polémica que conmovió a las conciencias en el siglo XVI, Bartolomé de las Casas se atrevió a decir: estamos aquí, en América, no para sojuzgar a los nativos sino para convertirlos y salvar sus almas. En una época dominada por la idea de cruzada, que justificaba a la conquista por la conversión forzada de los infieles, la noción de alma fue un escudo contra la codicia y la crueldad de los esclavistas. El alma fue el fundamento de la naturaleza sagrada de cada persona. Porque tenemos alma, tenemos albedrío: facultad para escoger.


Se ha dicho que nuestro siglo puede ver con desdén a los asirios, a los mongoles y a todos los conquistadores de la historia: las matanzas de Hitler y de Stalin no tienen paralelo. Se ha dicho menos, sin embargo, que hay una relación directa entre la concepción que reduce la persona a un mero mecanismo y los campos de concentración. Con frecuencia se compara a los Estados totalitarios del siglo XX con la Inquisición. La verdad es que ésta sale bien parada con la comparación; ni en los momentos más sombríos de su furor dogmático, los inquisidores olvidaron que sus víctimas eran personas: querían matar el cuerpo y salvar, si era posible, el alma. Comprendo que esta idea nos parezca horrible pero ¿qué decir de los millones que, en los campo de Gulag, perdieron el alma antes de perder el cuerpo? Pues lo primero que hicieron con ellos fue convertirlos en categorías ideológicas; o sea, para emplear el eufemismo moderno: los "expulsaron del discurso histórico"; después, los eliminaron. La "historia" fue la piedra de toque: estar fuera de la historia era perder la identidad humana. La deshumanización de las víctimas, por lo demás, correspondía a la deshumanización de los verdugos; se veían a sí mismos no tanto como pedagogos del género humano sino como ingenieros. Sus cortesanos llamaron a Stalin "ingeniero de almas". En realidad las palabras víctima y verdugo no pertenecen al vocabulario del totalitarismo, que sólo conocía términos como raza y clase, instrumentos y agentes de una supuesta mecánica y física de la historia. La dificultad para definir el fenómeno totalitario consiste en que no se le pueden aplicar las antiguas categorías políticas, como tiranía, despotismo, cesarismo y otras por el estilo. De ahí la frecuencia del término ingeniero en la época de Stalin. La razón es clara: el Estado totalitario fue, literalmente, el primer poder desalmado en la historia de los hombres.
Parecerá extraño que me haya referido a la historia política moderna al hablar del amor. La extrañeza se disipa apenas se repara en que amor y política son los dos extremos de las relaciones humanas: la relación pública y la privada, la plaza y la alcoba, el grupo y la pareja. Amor y política son dos polos unidos por un arco: la persona. La suerte de la persona en la sociedad política se refleja en la relación amorosa y viceversa. La historia de Romeo y Julieta es ininteligible si se omiten las querellas señoriales en las ciudades italianas del Renacimiento y lo mismo sucede con la de Larisa y Zhivago fuera del contexto de la revolución bolchevique y la guerra civil. Es inútil citar más ejemplos. Todo se corresponde. La relación entre amor y política está presente a lo largo de la historia de Occidente. En la Edad Moderna, desde la Ilustración, el amor ha sido un agente decisivo tanto en el cambio de la moral social y las costumbres como en la aparición de nuevas prácticas, ideas e instituciones. En todos estos cambios -pienso sobre todo en dos grandes momentos: el romanticismo y la primera postguerra- la persona humana fue la palanca y el eje. Cuando hablo de persona humana no evoco una abstracción: me refiero a una totalidad concreta. He mencionado una y otra vez a la palabra alma y me confieso culpable de una omisión: el alma, o como quiera llamarse a la psiquis humana, no sólo es razón e intelecto: también es un sensibilidad. El alma es cuerpo: sensación; la sensación se vuelve afecto, sentimiento, pasión. El elemento afectivo nace del cuerpo pero es algo más que la atracción física. El sentimiento y la pasión son el centro, el corazón del alma enamorada. Como pasión y no sólo como idea, el amor ha sido revolucionario en la Edad Moderna. El romanticismo no nos enseñó a pensar: nos enseñó a sentir. El crimen de los revolucionarios modernos ha sido cercenar del espíritu revolucionario al elemento afectivo. Y la gran miseria moral y espiritual de las democracias liberales es su insensibilidad afectiva. El dinero ha confiscado al erotismo porque, antes, las almas y los corazones se habían secado.


Aunque el amor sigue siendo el tema de los poetas y novelistas del siglo XX, está herido en su centro: la noción de persona. La crisis de la idea del amor, la multiplicación de los campos de trabajo forzado y la amenaza ecológica son hechos concomitantes, estrechamente relacionados con el ocaso del alma. La idea del amor ha sido la levadura moral y espiritual de nuestras sociedades durante un milenio. Nació en un rincón de Europa y, como el pensamiento y la ciencia de Occidente, se universalizó. Hoy amenaza con disolverse; sus enemigos no son los antiguos, la Iglesia y la moral de la abstinencia, sino la promiscuidad, que lo transforma en pasatiempo, y el dinero, que lo convierte en servidumbre. Si nuestro mundo ha de recobrar la salud, la cura debe ser dual: la regeneración política incluye la resurrección del amor. Ambos, amor y política, dependen, de renacimiento de la noción que ha sido el eje de nuestra civilización; la persona. No pienso en un imposible regreso a las antiguas concepciones del alma; creo que, so pena de extinción, debemos encontrar una visión del hombre y de la mujer que nos devuelva la conciencia de la singularidad y la identidad de cada uno. Visión a un tiempo nueva y antigua, visión que vea, en términos de hoy, a cada ser humano como una criatura única, irrepetible y preciosa. Toca a la imaginación creadora de nuestros filósofos, artistas y científicos redescubrir no lo más lejano sino lo más íntimo y diario: el misterio que es cada uno de nosotros. Para reinventar al amor, como pedía el poeta, tenemos que inventar otra vez al hombre.

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