Pedro Balmaceda Toro, poeta de muerte prematura

Por Alejandro San Francisco Profesor del Instituto de Historia y la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile.

Por: | Publicado: Viernes 4 de noviembre de 2011 a las 05:00 hrs.
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Las últimas décadas del siglo XIX fueron muy interesantes para el desarrollo cultural de Chile, en lo que podríamos llamar -con Bernardo Subercaseaux- “la época de Balmaceda”. En efecto, en torno al gobierno de don José Manuel, dramático por la guerra civil de 1891 y por la trágica muerte del propio Presidente de la República, el país tuvo también espacios para las letras y el cultivo del espíritu.

Una de las figuras de esa generación fue Pedro Balmaceda Toro (1868-1889), hijo del gobernante. Su vida dolorosa comenzó muy temprano, cuando su niñera, en un descuido, lo botó causándole secuelas de por vida, especialmente en la columna. En su adolescencia esto se manifestó en una notoria joroba que lo volvió retraído y desconfiado.

Ya muy joven demostró su extraordinario talento y capacidad. Conocedor de diversos idiomas (francés, griego e inglés), ávido lector de literatura, estaba -como muchos de su tiempo- fascinado con la cultura francesa, y producto de ello adoptó su seudónimo por el que fue conocido: A. de Gilbert. Escribió numerosos artículos de prensa y desarrolló el estilo modernista, además de promover nuevos talentos literarios.

Balmaceda Toro participó en las famosas tertulias con importantes figuras de su generación, entre los que estaba el poeta nicaragüense Rubén Darío, quien deambuló esos años entre Valparaíso y Santiago. Entre ellas destacaban las reuniones del diario La Época, donde asistían Pedro, Darío, Julio Bañados Espinosa, los Rodríguez Mendoza y otros jóvenes cultos y llenos de vida, quienes leían sus propias obras y las de algunos grandes (Dante, Allan Poe, Verlaine y Wilde, como recuerda Manuel Peña Muñoz), conversaban como si el tiempo no pasara y cultivaban una amistad que se extendería largamente.

Joven generoso, ayudó a que Rubén Darío publicara Abrojos, su primera obra. Pedrito recibió muchas veces al poeta nicaragüense en La Moneda, entonces su hogar. El propio Presidente de la República se aparecía en ocasiones brevemente en las tertulias, llenando el espacio con su imponente figura, que contrastaba con la tímida y opaca que representaba su hijo.

La tragedia sobrevino en 1889, cuando Pedro falleció por la última falla de su débil corazón, mientras asistía a ver caballos y carruajes en el Parque Cousiño. “¡Qué gran artista nos ha arrebatado la muerte!”, exclamó con dolor y casi desesperación Rubén Darío al saber de su partida, y rápidamente escribió un homenaje en forma de libro a su amigo A. de Gilbert. El Presidente de la República cayó en un estado depresivo, en medio de las convulsiones que comenzaban a agitar a su administración. Ese mismo año se publicaron los Estudios y ensayos literarios de Pedro Balmaceda Toro.

Sus funerales, nuevamente habla el poeta nicaragüense, “no han sido los del hijo del Presidente de la República, sino los de un príncipe del ingenio”, muerto prematuramente, con los signos de la fatalidad que lo acompañaron toda su vida.

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