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Metafísicamente hablando, es inconcebible que Dios cree otros seres por una razón distinta del amor. Si Dios creara porque necesita de una criatura, ya no sería Dios. Cuando crea, es para que su criatura participe de la vida en que Dios sobreabunda. Dios crea sólo por amor y para el amor. Y esa vocación es común a todos los bautizados, como asimismo a todos los creyentes y no creyentes. Un laico, un agnóstico, un budista llevan consigo, lo sepan o no, lo admitan o no, la misma impronta divina que un ferviente discípulo de Cristo: haber sido llamados a la vida para convertirla en un continuo acto de amor.
¿Por qué, entonces, parece reservarse el término “vocación” para quienes son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada? Sólo porque su llamada al amor viene reforzada con un vínculo de especial solemnidad, que los constituye en un estado permanente de aspiración al amor perfecto y les impone obligaciones no exigibles al común de los bautizados.
Veamos el sacerdote. Su nombre significa “dador de lo sagrado”. Sagrada es la Palabra de Dios, que el pueblo de Dios tiene derecho de recibir, íntegra y no adulterada, de labios de sus sacerdotes. Sagrados son los sacramentos, esas siete maravillas con que Cristo enriqueció la dote nupcial de su Esposa, la Iglesia. Sagrada la Eucaristía, que rememorando produce, en presente, el sacrificio pascual de la Cena y de la Cruz y anticipa, como prenda, el banquete jubiloso de la Jerusalén celeste. Sagrada la Confesión y Perdón de los Pecados, porque sagrada es la conciencia del penitente y sagrado el Amor de Dios que por el Espíritu Santo crea, con la absolución, un corazón nuevo. Sagrado el celibato sacerdotal, signo y seguro de un amor hasta el extremo, anticipación profética del Reino en que viviremos y amaremos como los ángeles en el cielo.
¿Y el religioso? Ha hecho voto, promesa solemne y perpetua de imitar a Cristo obediente, pobre y virginal. Ello le libera el corazón para dedicarse, como Cristo, a la oración, a la enseñanza y a las obras de misericordia que otros no están dispuestos a realizar. Tras de cada iniciativa e institución al servicio de los marginados está la huella de varones y mujeres que literalmente lo dejaron todo por Cristo para reencontrarlo y amarlo en los que más sufren. Un domingo al año los recordamos y oramos por su vocación. Todos los demás días son ellos quienes nos recuerdan y oran y trabajan por la nuestra. Su característica y denominador común: no hacen ruido ni esperan premios, dinero o poder. Un Avemaría diario por su fidelidad y fecundidad les ayudará mucho a conseguir lo que esperan: la aprobación de Cristo.
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