Que la Cámara de Diputadas y Diputados aprobara en general el proyecto de ley que regula los sistemas de inteligencia artificial (IA), lo consideré una buena señal: Chile decidió hablar en serio de IA. Ahora viene lo difícil: pasar del entusiasmo a la ejecución, con metas claras y resultados auditables. Lo digo sin rodeos: si la IA no mueve la aguja en productividad, seguridad y calidad de vida en 12 o 18 meses, quedará en discurso.
Hay tres verdades incómodas, sin datos, no hay IA: los modelos pueden brillar, pero sin datasets confiables terminan siendo poesía. Talento sin certificación es azar: necesitamos perfiles que valgan en la industria. Y los pilotos eternos matan valor: después de 90 días, o se escala o se archiva.
Para que las buenas intenciones se traduzcan en impacto, propongo un plan simple de 12 meses. En los dos primeros trimestres, el foco debe estar en competencias y certificaciones: definir roles —Data, ML, Prompt, IA Product, IA Safety— y crear exámenes reconocidos por la industria. La meta: cinco mil personas certificadas en un año, 40% desde regiones.
En paralelo, se deben crear “datos con apellido”: en salud, energía, minería, educación y PYME (Pequeñas y Medianas Empresas), con contratos y trazabilidad. La meta: 10 conjuntos de datos de alto valor con licencias claras y API abiertas. Además, se necesitan sandboxes regulatorios para probar IA en diagnóstico, inspección industrial o crédito MIPYME, con al menos 15 pruebas públicas de riesgo y beneficio.
Las compras públicas deben pasar a pagar por resultados. Al mismo tiempo, las PYME apoyadas con vouchers y copilotos digitales podrían automatizar tareas como facturación o inventarios, alcanzando a 10 mil empresas en un año. Todo esto debe cuantificarse en una métrica país: productividad, tiempos de servicio, costos evitados y nuevos empleos. Meta: un aumento de 1,5 puntos porcentuales de productividad y una reducción de 30% en los tiempos de trámites críticos.
Por otro lado, en seguridad y privacidad: no entrenar con datos del cliente por defecto, retener lo mínimo y auditar sesgos. En soberanía, promover soluciones multicloud e interoperables. En equidad territorial, metas vinculantes en regiones y capacitación a mandos medios: si el jefe no usa IA, nadie la usa. Y en ética, comités con dientes, que aprueben o frenen casos de uso por riesgo real.
Cada actor tiene su parte. El Estado debe abrir datos prioritarios, comprar por resultados y acelerar permisos. La academia, formar perfiles aplicados y probar en terreno. La industria, medir impacto y cofinanciar pilotos con retorno compartido. Y el ecosistema, estandarizar conectores y gobernanza de datos.
Casos con retorno rápido ya existen: en salud, control automático de calidad y listas de espera priorizadas; en energía y minería, detección de corrosión y fugas con IA; en educación y empleo, copilotos para orientación vocacional y emparejamiento con vacantes; en gobierno digital, expedientes automatizados y resúmenes de normativa.
Chile no necesita más IA: necesita IA que pague su cuenta. Si el Estado muestra tres proyectos con retorno auditado, el mercado hará el resto. Y si fallamos, que sea rápido y barato, con aprendizaje documentado. Porque la IA no es ciencia ficción, es decidir qué automatizar, con qué datos, bajo qué riesgo y con qué contrato. Todo lo demás es humo.