Con la elección de este domingo comenzarán a develarse algunas de las principales incógnitas que han marcado la política chilena en el último cuatrienio de Michelle Bachelet.
Una de las grandes dudas, sobre la que todavía no existe ningún consenso, tiene relación con el diagnóstico de la sociedad y, por lo tanto, con el camino que los ciudadanos quieren para el país. ¿Transformaciones de fondo?¿Reformas?¿Un Ejecutivo que administre y que no genere mayores incertidumbres?
Como señalara el intelectual porteño Agustín Squella: “Hay gobiernos revolucionarios -que echan abajo la casa con una retroexcavadora-, transformadores -que no echan abajo la casa, pero que procuran hacer cambios estructurales-, reformistas -que cambian de ubicación algunos muebles- y hay gobiernos de gestión, que solo pasan un pañito para sacar el polvo”. El segundo de Bachelet –explicaba el académico–, al margen de los errores que cometió, tuvo una vocación transformadora como ninguna administración desde 1990 a la fecha.
La incógnita es si los chilenos querían un gobierno transformador, porque de otra forma no se explica que, elegida con el 62% de los votos por el 51% de los habilitados para votar en 2013-2014, a pocos meses del arranque de su período haya comenzado a perder adhesión. Incluso antes de la explosión del caso Caval, en febrero de 2015.
La diferencia entre el respaldo de Sebastián Piñera y quien obtenga el segundo y tercer lugar –con probabilidad Alejandro Guillier y Beatriz Sánchez, respectivamente–, entregará luces sobre la correlación de fuerzas entre unas y otras miradas. Porque este 19-N –en esto existe cierto acuerdo–, parece menos una elección presidencial que un plebiscito de la segunda gestión de Bachelet.
Se observan, sin embargo, al menos un puñado de antecedentes que conviene tener en cuenta para hacer una correcta lectura de los resultados del domingo y que, en parte, reflejan el estado de ánimo con que estas elecciones encuentran al país.
Existe cierta percepción, de partida, de que los ciudadanos no advierten una correlación directa entre el destino del gobierno y de Estado con el destino personal. De acuerdo a la encuesta del CEP, un 26% tiene la percepción de que su actual situación económica es “buena o muy buena”. La porción de personas que piensa que la actual situación económica del país es “buena o muy buena”, en cambio, baja a un 17%. Esta diferencia de nueve puntos parece en cierta medida ilógica.
¿Cómo se explica que los chilenos piensen que la economía del país no está tan bien como la personal?¿No es esto poco sensato? Fue en el curso de esta administración y no antes que esta distancia comenzó a manifestarse. Aunque no existe una explicación única, se comienza a esbozar la idea de que la gente piensa que las iniciativas, decisiones propias o la simple astucia juegan un papel de mayor importancia que las decisiones políticas a la hora de marcar el destino personal.
Quizás esta premisa explique en parte el fenómeno de la alta abstención, otro de los elementos que marcan esta elección.
El mayor cambio de reglas de juego
De acuerdo a una reciente investigación del PNUD, la baja en la participación es una tendencia constante desde las presidenciales de 1993. Aunque fue con la ley de sufragio voluntario de 2012 que la abstención se disparó, era un proceso en marcha de hace al menos dos décadas.
Por lo tanto, si todo sigue su curso natural, la cantidad de1 gente que acuda el domingo a votar debería ser inferior al 51% del padrón electoral, la cifra de participación de las presidenciales de 2013, cuando llegaron a las urnas 6.699.011 personas.
Es cierto que en las municipales pasadas de 2016 apenas participó el 36%, una caída histórica que deja a Chile en mal pie continental y mundial. Pero la cifra del domingo habría que compararla con ese 51% de 2013, porque en las presidenciales suele acudir una mayor porción de ciudadanos a sufragar.
¿Pero existen razones para pensar que esta tendencia se pueda revertir?
Al menos existen algunos elementos para pensar que –al menos con respecto a la participación– el escenario es de mayor incertidumbre que en anteriores elecciones. En estos cuatro años ocurrió el mayor cambio a las reglas del juego desde el retorno a la democracia: un nuevo sistema electoral proporcional, las cuotas de género, un nuevo mapa electoral con distintos distritos –que no favorece precisamente a las minorías– y las recién estrenadas reglas de financiamiento de la política.
No habría que dar por hecho, por lo tanto, que la participación seguirá cayendo como desde 1993 a la fecha.
Otro de los factores anímicos que marcan esta elección está precisamente en el respaldo que tienen los gobiernos. Casi desde el inicio del período de Sebastián Piñera –de nuevo de acuerdo a la encuesta CEP–, el rechazo es mayor a la aprobación.
En julio-agosto de 2016 el rechazo al gobierno de Bachelet llegó a un 66% y la aprobación apenas a un 15%. Actualmente, el rechazo a la actual administración está en 53% y la aprobación en 23%. En definitiva, estos números dan cuenta –como lo hizo también el Latinobarómetro conocido hace algunas semanas–, que el país desde el inicio de la década se ha acostumbrado a convivir con una alta desaprobación para la forma en que los presidentes conducen sus respectivas administraciones.
Existen, a su vez, al menos un par de antecedentes políticos que conviene tener en cuenta con miras a las elecciones presidenciales y parlamentarias del domingo.
El antecedente de la municipal 2016
Aunque es cierto que el mayor cambio de las reglas del juego en democracia puede dar algunas sorpresas en las elecciones –con el poder predictivo de las encuestas dañado a nivel mundial– existen algunos elementos que permiten concluir –más allá de los sondeos– que la derecha llega con ventaja a los comicios del 19-N.
Como señalaba el periodista y analista político Ascanio Cavallo en una charla la semana pasada en el Ciclo Abierto, titulada “Elecciones presidenciales y parlamentarias 2017: ¿Dónde está el poder?”, las municipales han sido desde 2008 a la fecha un buen predictor de las presidenciales.
En 2008, por ejemplo, la derecha obtuvo un aumento a 144 alcaldes, mientras la Concertación bajó a 147. Fue el preludio de la victoria de Piñera en 2010.
En 2012, la derecha bajó a 121 y la Concertación subió a 167. El resultado fue el anticipo de la victoria de Bachelet en 2013. En la pasada municipal, en tanto, la derecha se quedó con 145 alcaldías, mientras que la Nueva Mayoría obtuvo 141. ¿Es el primer antecedente para pensar en un nuevo triunfo de Piñera en 2017?
La abstención, por otra parte, tiene un sesgo: los que menos participan en las elecciones son los jóvenes, los pobres y los sectores urbanos. Cada una de estas tres variables se interrelacionan y potencian, por lo que los jóvenes, pobres y de grandes ciudades son los que están en mayor medida lejos de los procesos electorales chilenos.
Un elemento para concluir que, posiblemente, una eventual baja participación afecte sobre todo a los sectores políticos que pretenden representar a estos grupos: la izquierda y la centroizquierda.
Un antecedente importante que augura una posible buena votación de la derecha este domingo tiene relación, precisamente, con su capacidad de movilización que demostró en la primaria de julio.
Como nunca antes en su historia, Piñera, Felipe Kast y Manuel José Ossandón lograron llevar a votar a 1,4 millón de electores, un número similar al que movilizaron Ricardo Lagos y Andrés Zaldívar para su competitiva primaria de 1999.
La excepción –decía Cavallo– había sido la Bachelet de 2013 que sola logró 1,5 millón de votos y que terminó ganando la presidencial con un 62%. Pero el electorado de Chile Vamos está energético y musculoso y se configura como un nuevo antecedente que augura un primer lugar holgado de Piñera este domingo.
Este es el clima en que se desarrollarán las elecciones donde existen tres puntos adicionales en los que poner atención especial: el resultado que obtenga el Frente Amplio y su cercanía con la votación de la extinta Nueva Mayoría; los resultados parlamentarios en la DC y en el PS –donde se pronostican noches de los cuchillos largos– y la cantidad de parlamentarios que la derecha consiga en la Cámara Baja, donde podría tener entre 68 y 74 diputados.
La suerte está casi echada.