Juana Ross de Edwards, la gran benefactora chilena
Por Alejandro San Francisco Profesor del Instituto de Historia y DE la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile.
Nació en La Serena y era la mayor de 11 hermanos. Se casó con Agustín Edwards Ossandón, con quien se trasladó a vivir a Valparaíso. Mientras su marido se dedicaba a los negocios, ella consagró una larga vida a servir a los más pobres y necesitados. Así, creó asilos para huérfanos, 14 hospitales, talleres de costura, ayudó a los heridos en la Guerra del Pacífico y fundó poblaciones para obreros, siempre inspirada por sus convicciones católicas.
En 1884 conoció al Papa León XIII, quien bendijo sus obras de caridad.
Junto a su marido Agustín Edwards, sufrió las persecuciones durante la guerra civil de 1891. Finalmente recibió un salvoconducto que le permitió salir del país, gracias al presidente José Manuel Balmaceda y a las férreas convicciones de su ministro Julio Bañados Espinosa, quienes recibieron presiones para castigar a Edwards, al que algunos consideraban uno de los principales instigadores de la revolución.
Poco después de la guerra manifestó en una carta “la triste realidad de los heridos innumerables que llenan los hospitales y ambulancias y en las pobres viudas con sus niños que se me presentan y que me tienen siempre el corazón angustiado”.
A los 83 años, estando ya muy cansada, falleció en su hogar. La vistieron con el hábito de Hermana de la Caridad. En su funeral en Valparaíso desfilaron unas 15 mil personas para despedirla, entre ellos muchas gente que había sido directamente beneficiada por su caridad. La prensa no ahorró elogios para una de las hijas más queridas de la nación, que se marchaba para siempre.
Ramón Ángel Jara, el gran orador sagrado de Chile, se refirió visiblemente emocionado a los méritos de la difunta: no era una autoridad política, ni un egregio sacerdote ni un general victorioso, sino simplemente Juana Ross de Edwards, madre de los niños desvalidos, de los enfermos adoloridos y de todos los sufrientes. La mujer había sido inspirada por su fe cristiana y dirigida por la virtud de la prudencia que debe ser regla de todas nuestras acciones”.
Así lo resumió años después el Obispo Manuel Larraín: “Tuvo Doña Juana esta inteligencia de la dignidad del pobre y por esto no sólo lo amó, consoló y sirvió, sino se hizo pobre”.
Sólo usaba dos vestidos, ambos negros. Como señala Mauro Matthei en un estudio reciente, Juana Ross de Edwards había vivido y había muerto con fama de santidad.
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