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Hoy es nuestro día. Cada Jueves Santo conmemoramos la institución del sacerdocio y de su don y tarea principal, la Eucaristía. Lo hacemos en la Iglesia Catedral, sede del Obispo que al imponernos las manos nos consagró sacerdotes de Cristo para siempre. Ese día pusimos nuestras manos en las suyas para prometerle obediencia filial: hoy renovamos esa promesa, junto con la del celibato pastoral (corazón indiviso) y pobreza apostólica (desprendimiento del afán de poseer, libertad para servir y regalar lo que tenemos y somos).
Cada uno, en el santuario de su conciencia, sabe cuánto y cómo las ha cumplido. Los demás pueden intuirlo a partir de lo que observan en nuestro quehacer. No es difícil obtener un perfil del gozo y fidelidad con que vivimos nuestro sacerdocio. Se nos trasparenta en el modo en que celebramos la Eucaristía (nuestro don y tarea principal, conviene repetirlo); en la disponibilidad, sabiduría y discreción con que acogemos al penitente en el confesionario; en el conocimiento y aplicación que hacemos de la Sagrada Escritura en nuestras homilías (desconocer, menospreciar las Escrituras es desconocer y menospreciar a Cristo); en la caridad presurosa (como la de María rumbo a la casa de Isabel) con que nos acercamos al enfermo, al pobre, al forastero, al privado de libertad, testimoniando que en ese hermano está presente Cristo; en la libertad profética con que denunciamos el mal, el error y la injusticia sin importar quién los cause y cuáles sean las consecuencias; en la austera sobriedad de nuestras casas (lo mejor, lo más bello se destina a ornamentar el templo y asegurar la solemne majestad de la liturgia); en la espontánea costumbre nuestra de buscar comunidad con los demás sacerdotes y llevar unos las cargas de los otros; en el igualmente espontáneo rechazo a “jubilarnos”, porque no sabemos ni queremos otra cosa que servir y amar hasta el extremo; en el digno silencio con que aceptamos incomprensiones, ingratitudes y aun injurias, salvo la blasfemia contra Cristo y su Madre y la concertada difamación de la Iglesia, también Madre nuestra y Esposa de Cristo.
Por cierto, somos –como los demás- hijos de Eva y Adán. Nadie nos prometió inerrancia ni mucho menos impecabilidad. Acudimos mes a mes a nuestro confesor, porque no se puede ser pastor bueno si deja uno de ser oveja humilde y necesitada de alimento y guía. Sabernos vulnerables nos ayuda a ser comprensivos; reconocernos pecadores nos obliga a ser misericordiosos.
Así somos. Así acudiremos hoy a la Catedral y a nuestras parroquias. Agradecidos, dichosos de ser sacerdotes. Orgullosos de servir a una Iglesia que es alma y juventud del mundo. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Está fundada sobre Cristo.
Cada uno, en el santuario de su conciencia, sabe cuánto y cómo las ha cumplido. Los demás pueden intuirlo a partir de lo que observan en nuestro quehacer. No es difícil obtener un perfil del gozo y fidelidad con que vivimos nuestro sacerdocio. Se nos trasparenta en el modo en que celebramos la Eucaristía (nuestro don y tarea principal, conviene repetirlo); en la disponibilidad, sabiduría y discreción con que acogemos al penitente en el confesionario; en el conocimiento y aplicación que hacemos de la Sagrada Escritura en nuestras homilías (desconocer, menospreciar las Escrituras es desconocer y menospreciar a Cristo); en la caridad presurosa (como la de María rumbo a la casa de Isabel) con que nos acercamos al enfermo, al pobre, al forastero, al privado de libertad, testimoniando que en ese hermano está presente Cristo; en la libertad profética con que denunciamos el mal, el error y la injusticia sin importar quién los cause y cuáles sean las consecuencias; en la austera sobriedad de nuestras casas (lo mejor, lo más bello se destina a ornamentar el templo y asegurar la solemne majestad de la liturgia); en la espontánea costumbre nuestra de buscar comunidad con los demás sacerdotes y llevar unos las cargas de los otros; en el igualmente espontáneo rechazo a “jubilarnos”, porque no sabemos ni queremos otra cosa que servir y amar hasta el extremo; en el digno silencio con que aceptamos incomprensiones, ingratitudes y aun injurias, salvo la blasfemia contra Cristo y su Madre y la concertada difamación de la Iglesia, también Madre nuestra y Esposa de Cristo.
Por cierto, somos –como los demás- hijos de Eva y Adán. Nadie nos prometió inerrancia ni mucho menos impecabilidad. Acudimos mes a mes a nuestro confesor, porque no se puede ser pastor bueno si deja uno de ser oveja humilde y necesitada de alimento y guía. Sabernos vulnerables nos ayuda a ser comprensivos; reconocernos pecadores nos obliga a ser misericordiosos.
Así somos. Así acudiremos hoy a la Catedral y a nuestras parroquias. Agradecidos, dichosos de ser sacerdotes. Orgullosos de servir a una Iglesia que es alma y juventud del mundo. Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Está fundada sobre Cristo.

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