Confesionario
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 17 de agosto de 2012 a las 05:00 hrs.
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Años atrás, en la TV estatal pretendieron hacer alarde de buen humor imaginando el confesionario como un retrete. Luego, en medios de prensa, periodistas sin ética se introdujeron en confesionarios simulando ser penitentes, con el solo objetivo de grabar y reproducir masivamente las respuestas del confesor (conducta que además de constituir delito penal hace incurrir a sus autores en excomunión automática). Ahora, efectivos policiales realizan inspecciones y planimetrías en colegios católicos para verificar si sus confesionarios proveen suficiente resguardo contra el abuso de menores.
Según el Derecho Canónico, el lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio: lugar sagrado en razón de la Eucaristía. Sagrado es, también, el confesionario, porque la acción que allí se realiza es un Sacramento instituido y regulado por Cristo. Y tienen, la Confesión y su habitáculo, un tercer título de especial sacralidad: todo allí se desarrolla en el fuero de la conciencia, que es el lugar más sagrado de la tierra. A ese sagrario de la conciencia sólo pueden ingresar su titular y Dios, a menos que explícitamente otro reciba de aquéllos autorización e invitación a entrar. En la conciencia se da el “reservado” en que la persona y Dios se encuentran y hablan, al abrigo de toda curiosidad, indiscreción o forzamiento de terceros. Normas jurídicas de validez universal garantizan que nadie pueda ser obligado, contra su conciencia, a profesar una determinada fe religiosa, ni impedido de manifestar la suya, en público y en privado, dentro de los justos límites del orden público, el bien común y los derechos ciertos de terceros. El confesionario es el más visible signo y más sólido baluarte de esta sacralidad inviolable de la conciencia moral.
La norma eclesiástica ordena que el confesionario esté en un lugar patente, precaviendo toda especie de clandestinidad o ambigüedad. A su estructura esencial pertenece una rejilla entre el penitente y el confesor. Esta rejilla protege el anonimato al que todo penitente tiene derecho. Resguarda, además, el legítimo pudor del alma. Y sirve, con sabio realismo, al prudente imperativo de mantener distancia, espiritual y física, entre los protagonistas de un proceso marcado por el acceso a la más privativa intimidad. Será el penitente quien decida si valerse o no de este resguardo dispuesto por la autoridad suprema de la Iglesia. A ello hay que agregar ese otro muro de contención que es la obligación del sigilo: el confesor sellará sus labios para siempre respecto de la identidad del penitente y de los pecados conocidos mediante su confesión. Quien viola el sigilo queda automáticamente excomulgado. Y si con motivo o pretexto de la confesión atenta contra la integridad sexual del penitente, arriesga penas de suspensión, prohibición y hasta expulsión del estado clerical. El lugar más sagrado de la tierra ha encontrado el lugar más seguro para su inviolabilidad: el confesionario.
Según el Derecho Canónico, el lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio: lugar sagrado en razón de la Eucaristía. Sagrado es, también, el confesionario, porque la acción que allí se realiza es un Sacramento instituido y regulado por Cristo. Y tienen, la Confesión y su habitáculo, un tercer título de especial sacralidad: todo allí se desarrolla en el fuero de la conciencia, que es el lugar más sagrado de la tierra. A ese sagrario de la conciencia sólo pueden ingresar su titular y Dios, a menos que explícitamente otro reciba de aquéllos autorización e invitación a entrar. En la conciencia se da el “reservado” en que la persona y Dios se encuentran y hablan, al abrigo de toda curiosidad, indiscreción o forzamiento de terceros. Normas jurídicas de validez universal garantizan que nadie pueda ser obligado, contra su conciencia, a profesar una determinada fe religiosa, ni impedido de manifestar la suya, en público y en privado, dentro de los justos límites del orden público, el bien común y los derechos ciertos de terceros. El confesionario es el más visible signo y más sólido baluarte de esta sacralidad inviolable de la conciencia moral.
La norma eclesiástica ordena que el confesionario esté en un lugar patente, precaviendo toda especie de clandestinidad o ambigüedad. A su estructura esencial pertenece una rejilla entre el penitente y el confesor. Esta rejilla protege el anonimato al que todo penitente tiene derecho. Resguarda, además, el legítimo pudor del alma. Y sirve, con sabio realismo, al prudente imperativo de mantener distancia, espiritual y física, entre los protagonistas de un proceso marcado por el acceso a la más privativa intimidad. Será el penitente quien decida si valerse o no de este resguardo dispuesto por la autoridad suprema de la Iglesia. A ello hay que agregar ese otro muro de contención que es la obligación del sigilo: el confesor sellará sus labios para siempre respecto de la identidad del penitente y de los pecados conocidos mediante su confesión. Quien viola el sigilo queda automáticamente excomulgado. Y si con motivo o pretexto de la confesión atenta contra la integridad sexual del penitente, arriesga penas de suspensión, prohibición y hasta expulsión del estado clerical. El lugar más sagrado de la tierra ha encontrado el lugar más seguro para su inviolabilidad: el confesionario.

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