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Publicado: Viernes 22 de abril de 2016 a las 04:00 hrs.
Mi abuela paterna se llamaba Isabel. Siguiendo el ejemplo de Sta. Isabel de Hungría, buscaba en las calles de mi natal San Bernardo a pobres, mendigos y harapientos, los hacía entrar a casa, les lavaba los pies, los alimentaba y vestía. Honraba así una tradición y cultura de la hospitalidad oriental (“el huésped del árabe es sagrado”). Y entendía con eso pagar en reciprocidad la acogida hospitalaria que su familia -huyendo de la pobreza e incertidumbre reinantes en su Belén natal- encontró en Chile. Nuestra casa estaba por eso siempre llena de huéspedes, algunos en forma permanente. No se hablaba de gastos o molestias: era una riqueza y una obligación, cumplida con incondicional amor. El huésped del árabe, ahora el huésped del chileno, seguía y seguirá siendo sagrado.
Por eso nos duele tanto contemplar a diario el drama de refugiados e inmigrantes que no encuentran un lugar seguro para al menos sobrevivir. Al no poseer, y ni siquiera pisar un trozo de tierra donde echar raíces, fundar una familia, respirar libertad y oxigenar su esperanza, se echan al mar y suelen morir en la travesía. ONU nos dice que son 55 millones, a los que hay que sumar los más de 5 millones de palestinos sin hogar. Un drama humanitario. Flagelo estremecedor y estigmatizador de la familia humana, que lo genera, lo permite y en lugar de remediarlo lo empeora levantando muros, fulminando prohibiciones y agitando oleadas de discriminatoria hostilidad. El “hospes” (huésped, viajero, forastero, extranjero) se ha convertido en “hostis” (enemigo público, enemigo de guerra). La hospitalidad cede el paso a la hostilidad. No es un truco semántico. Es inhumana tragedia ética.
Por ley natural, todo ser humano (“humus” significa tierra) tiene derecho a aposentarse en un suelo que cobije su intimidad, asegure su identidad y haga posible su libertad. La ley divina, compartida por todos los pueblos del Libro (judíos, musulmanes, cristianos) urge abrir las puertas al forastero y al peregrino. Lo hizo ejemplarmente Abraham y mereció ser fecundo en Sara. Moisés incansablemente inculcó a su pueblo: “recuerda que fuiste forastero en Egipto”. Cristo mismo, con María y José, fue refugiado en Egipto, salvándose así del exterminio decretado por el cruel Herodes. Más tarde disfrutó de la generosa hospitalidad que Lázaro, Marta y María le brindaron en Betania. Y la retribuyó resucitando a Lázaro, 4 días después de su muerte. En el listado de requisitos que nos dejó para entrar al cielo mencionó expresamente: “fui forastero y me acogiste”. El huésped, el “hospes”, no es un “hostis”. El huésped es Cristo. Acogerlo con generosidad y paz se recompensa con vida eterna.
Haz de tu casa una nueva Betania. Llevas dentro de ti, como huésped, al Espíritu Santo. Dales a tus huéspedes el amor, alimento y aliento de tu divino Huésped.
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