¿Para qué viaja un Papa?

La Iglesia vive en todo tipo de situaciones y bajo todo tipo de regímenes. Sin duda éstos no le resultan indiferentes, pero el Evangelio debe ser proclamado, los sacramentos celebrados y la caridad ejercida en cualquier circunstancia.

Por: | Publicado: Viernes 13 de abril de 2012 a las 05:00 hrs.
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Por José Luis Restán



Aún recuerdo a mi viejo amigo, el sacerdote Francesco Ricci, relatarnos vívidamente la primera homilía de Juan Pablo II en la plaza de la Victoria, en Varsovia. Ricci había cruzado el telón de acero una y otra vez en los años setenta, había trabado contacto con todos los grupos disidentes y conocía a la perfección las fortalezas y debilidades de la Iglesia en cada país del este. “Con un solo gesto, con una sola palabra, habría podido provocar la caída de aquel régimen. Pero no lo hizo, esa no era su misión, no era la misión de la Iglesia”. Evidentemente, la pasión hacía exagerar a Don Ricci, pero caramba, no solía verse a un Papa rodeado por más de un millón de personas en una capital comunista. Algún titular de periódico dijo entonces que parecía “como si la Iglesia tolerase al régimen, y no al revés”.

 Evidentemente aquella primera visita, y las que siguieron, no fueron inocuas desde el punto de vista histórico. Contribuyeron a generar un viento de cambio imparable, favorecido también por la nueva situación en la Unión Soviética de Gorbachov. Pero lo hicieron a través del anuncio del Evangelio, del testimonio de una fe que iluminaba todo lo humano, que señalaba el camino de la libertad y de la dignidad inviolable de cada ser humano.     
Lo cierto es que a lo largo de los largos años del régimen comunista la Iglesia jugó un papel histórico de resistencia espiritual y cultural, de oposición y denuncia moral, pero nunca cayó en la tentación (y pudo ser grande) de jugar un papel de agente político. Hubo, eso sí, muchos católicos implicados en los movimientos opositores, tanto en el plano sindical como político, que recibieron comprensión, estímulo y apoyos de muy variado tenor. Pero es importante subrayar que el diálogo de la jerarquía católica polaca con el régimen nunca se interrumpió por completo, ni siquiera cuando el Primado Wyszinsky estaba encarcelado, ni cuando se desató la represión contra los obreros, ni al ser asesinado el sacerdote Jerzy Popieluszko, ni mientras Jaruzelski mantuvo la ley marcial.

En esa última fase, Juan Pablo II hubo de aceptar condiciones especialmente amargas para visitar el país. Por ejemplo, sólo se le concedió encontrarse a solas con el detenido líder sindical Lech Walesa, mientras hubo de comparecer en dos ocasiones con el general Jaruzelski. Pero el Papa Wojtyla sabía que más allá de las lecturas políticas, su presencia era un soplo de esperanza para la comunidad católica polaca, de cuya fortaleza y vitalidad dependía directamente todo lo demás.        
Me he fijado en el ejemplo polaco por razones evidentes, pero recordemos ahora que Juan Pablo II visitó países como Zaire, gobernado con mano de hierro por un sátrapa como Mobutu; y también el Chile de Pinochet, la Argentina de Galtieri, el Pakistán del general Zia Ulak, el terrible Haití de Duvalier o la Siria gobernada por el clan de los Assad. La lista sería extensa. Si el gran Papa viajero hubiese limitado sus visitas a los países con un determinado estándar democrático, estoy por asegurar que no habría realizado ni la mitad de las que llevó a cabo. Evidentemente cada viaje implica condicionantes, equilibrios, pactos, opciones contingentes en las que la Santa Sede puede acertar más o menos. Eso es algo que sólo el tiempo permite juzgar con serenidad y perspectiva. Sabemos lo que sucedió en Managua cuando las hordas sandinistas trataron de reventar la Misa, o el compromiso en que colocó Pinochet al salir al balcón con Juan Pablo II en Santiago, o los sudores de las fuerzas de la ONU durante el tránsito por Sarajevo. Todo discutible y susceptible de análisis.      
La Iglesia vive en todo tipo de situaciones y bajo todo tipo de regímenes. Sin duda estos no le resultan indiferentes, pero el Evangelio debe ser proclamado, los sacramentos celebrados y la caridad ejercida en cualquier circunstancia. Y de que así sea deriva el cambio más duradero, un cambio cultural y social que a veces parece un ciclón, como sucedió en la Polonia de Solidarnosç o en las Filipinas que vieron la caída de Marcos. Pero en otras ocasiones no es así. A veces se trata de una lluvia que empapa lentamente la tierra y que tarda mucho en ofrecer frutos visibles, a veces ni siquiera eso. Simplemente el poder condena a los cristianos a seguir en los márgenes o incluso en las catacumbas. Así ha sido y así será en algunos lugares mientras salga el sol sobre la tierra.                                
El Papa viaja a un país cuando existe allí una comunidad que necesita ser confirmada y alentada, y cuando se dan las condiciones mínimas de seguridad y libertad para que pueda anunciar la verdad del Evangelio y señalar sus consecuencias humanas. Por eso no ha podido aún pisar tierra china. Sin embargo, ha podido hacerlo en Cuba, como lo hizo Juan Pablo II en 1998. En Santiago y en La Habana, Benedicto XVI ha explicado el vínculo entre fe, razón y libertad, ha mostrado la forma en que el cristianismo contribuye a construir la ciudad, ha reivindicado la libertad para todos los ciudadanos y ha postulado la vía del diálogo y la reconciliación para alcanzar una sociedad abierta y plural. Y yo pregunto: ¿qué líder internacional, qué escritor, cantante o político, ha podido y sabido decir esto en la plaza pública cubana en los últimos decenios? 
Con su presencia, evidentemente limitada por el régimen, el Papa ha rendido un verdadero servicio no sólo a los católicos de la isla, principal misión que le compete, sino a toda la sociedad cubana. Cosa distinta es que la oposición cubana, por desgracia, dista mucho de tener la fuerza que podía exhibir la disidencia polaca, y que la influencia de la Iglesia en la Perla del Caribe no puede compararse al poderío que mantuvo (incluso en los peores momentos) en Polonia.

En todo caso Benedicto XVI es más sabio y también mucho más humilde que sus críticos, y por eso decía en su vuelo hacia América: “la Iglesia debe preguntarse siempre si se hace lo suficiente por la justicia social en este gran continente... esta es una cuestión de conciencia que debemos plantearnos siempre. Preguntar: ¿qué puede y debe hacer la Iglesia?, ¿qué no puede y no debe hacer? La Iglesia no es un poder político, no es un partido, sino una realidad moral, un poder moral... el primer pensamiento de la Iglesia es educar las conciencias y así crear la responsabilidad necesaria; educar las conciencias tanto en la ética individual como en la ética pública. Y aquí quizás algo ha faltado”. La verdad es que siempre falta algo, porque la Iglesia navega en un mar lleno de obstáculos. Pero lo que no ha faltado es ese “atrevimiento de la fe” que ha enarbolado el Papa. Y lo que algunos sabios no entienden ni pueden entender, lo ha comprendido el pueblo sencillo a las mil maravillas.  

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