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Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 4 de abril de 2014 a las 05:00 hrs.
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También el Papa se confiesa. El hecho de llamarse “Su Santidad” no es un seguro automático de impecabilidad. El Papa es sucesor de Pedro. Y Pedro pecó. ¡Vaya si pecó, y cómo! Recién consagrado, en la Cena Pascual, para celebrar también él la Eucaristía (“haced esto en memoria mía”), juró tres veces ni siquiera conocer a “ese galileo” que estaba siendo juzgado inicuamente y torturado salvajemente. ¡Y le había prometido a Jesús nunca escandalizarse de Él, ni negarlo, y sí acompañarlo hasta la cárcel, hasta la muerte! Bastó que dos criadas lo identificaran como uno de los seguidores del Nazareno, y luego otros le enrostraran su dialecto galileo, para que se pusiera Pedro a imprecar y negar con juramento siquiera conocer a Jesús. El canto del gallo, predicho por su Maestro, lo hizo volver en sí y llorar amargamente. Pero sus conocidos miedos y dudas de fe, que antes le hicieran hundirse al caminar sobre las aguas por invitación del mismo Jesús, le siguieron pasando la cuenta al futuro Vicario de Cristo: fue uno de los grandes ausentes en la hora y lugar de la Crucifixión de su Maestro. Y permaneció encerrado, por miedo, junto a los demás discípulos, negándose a creer las buenas noticias de que piadosas mujeres habían visto a Jesús resucitado.
Pecó, y gravemente, contra la fe, contra la esperanza, contra el amor, contra la fidelidad, contra la religión (declaró bajo juramento que él no conocía a Jesús). Y Jesús lo había denominado Pedro, llamándole a ser la piedra de roca que sustentaría la Casa e Iglesia de Dios. Cualquier tribunal humano lo juzgaría con máxima severidad, en razón de la enormidad de su falta, de la dignidad de su ofendido, y de la investidura que éste le había confiado.
Al anochecer del domingo de Pascua, Jesús resucitado se presenta en medio de sus apóstoles. Pero Pedro y los demás sólo escuchan, repetida, la palabra “Paz”. Y luego el aliento divino: “reciban el Espíritu Santo y vayan a perdonar los pecados”. Más tarde Pedro, en lugar de indignado reproche, recibirá el encargo de suprema confianza: “Si me amas, cuida a mis ovejas”. Ahora Pedro no teme comparecer ante el tribunal de Cristo: es de misericordia. Y su Juez es al mismo tiempo su Abogado.

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