¿Cómo el açaí termina convertido en crema humectante?: Crónica en la Amazonia que nutre a la industria cosmética
El estado de Pará es parte de la Amazonia brasileña. Aquí, comunidades entregan insumos nativos para productos de belleza y cuidado personal. El gobierno, ONGs, científicos y empresas de esa industria han alentado esa labor. Este es el recorrido por dos cooperativas amazónicas que le proveen ingredientes a Natura.
Por: Patricio De la Paz
Publicado: Sábado 20 de septiembre de 2025 a las 21:00 hrs.

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Vanildo se mueve con una agilidad sorprendente. En cosa de segundos, armó un lazo con hojas verdes, se lo puso alrededor de ambos pies para mantenerlos juntos y trepó sin detenerse -impulsándose sólo con sus piernas y brazos- los 25 metros de un árbol de açaí que está en el pedazo de selva amazónica alrededor de su casa. Tiene 54 años, pero sus movimientos firmes y rápidos ni se enteran de esa edad.
Como todos los que viven en alguna de las 72 islas del área de São Sebastião, en el estado de Pará, en el norte de Brasil, él creció trepando árboles. En ese tiempo, el fruto del açaí era sólo un ingrediente para la comida; y sus troncos eran apetecidos como madera para la construcción. Así que nadie aquí, en lo que se considera la entrada a la Amazonia, tenía cargo de conciencia de cortarlos y venderlos. Ahora, las cosas cambiaron.
Fue algo como abrir los ojos y ver lo que hasta entonces no veían. Con la ayuda del gobierno federal, de ONGs, de científicos, de universidades y de industrias como la de cuidados de belleza, los lugareños se dieron cuenta de que podían rentabilizar mucho más los trozos de selva de los que eran dueños. Vender un árbol les significaba un pago de 30 reales (unos US$ 6), por una sola vez, pero si comercializaban sus frutos podían al menos duplicar ese valor y además hacerlo año a año, para cada cosecha. Eso, además de la conservación de lo que se considera el pulmón verde del planeta.
Las familias se organizaron entonces en cooperativas para cosechar y comercializar sus productos de forma ordenada y a un mayor volumen. La de Vanildo se llama Cofruta, nació a inicio de los 2000 y hoy él es el presidente. Agrupa a 107 miembros. Él dice que en el desarrollo de este trabajo han sido claves empresas como la brasileña Natura, dedicada a los productos de cosmética e higiene personal, que ha visto aquí no sólo un negocio para ella -para contar con buenos insumos- y para las comunidades locales -que aumentan sus ingresos-, sino también una manera eficiente de sustentabilidad y conservación de la naturaleza. Trabajan con esta comunidad desde 2006.
Cofruta no sólo aplicó esta idea al açaí. Lo hizo también con todos los otros árboles que existen en la zona y que tienen frutos y semillas que sirven para convertirse en cremas, lociones y jabones. Así, hoy también comercializan la andiroba, el murumuru, el tucumá y la ucuuba, por nombrar algunos, que como tienen cosechas en distintas fechas les permiten tener trabajo y renta el año completo. Según Vanildo, ya está sepultada en el pasado la idea de talar los árboles para abrir espacio y sembrar caña de azúcar como monocultivo, que fue un mercado atractivo pero decayó.
“De todos estos árboles con que hoy trabajamos, el açaí es el único que hay que trepar para ir a buscar sus frutos. El resto los botan cuando están maduros y hay que buscarlos en el suelo. No es poco trabajo: en el caso de la ucuuba, por ejemplo, hay que recolectar 400 semillas para hacer un kilo; y es siempre manual, una por una”, precisa Vanildo. Para el açaí, en cambio, el asunto es subir y bajar las veces que sean necesarias: fácilmente pueden ser 200, repartidas en tres o cuatro horas al día, durante la cosecha que va de septiembre a diciembre.
Vanildo hace una demostración perfecta aferrado a su árbol de açaí. Y ya en tierra firme, sin siquiera jadear, remata: “Para hacerlo bien, debes aprenderlo de niño”.
El río
Para movilizarse entre las 72 islas de São Sebastião y también con la ciudad principal en tierra firme, Abaetetuba, hay que hacerlo sobre una lancha. Varias funcionan como transporte público. En las que no son techadas, los pasajeros se cubren del sol con paraguas. Las estaciones para reponer combustible también están sobre el río, que es un brazo del propio Amazonas.
Las casas están en las orillas de las islas -que tienen vegetación verdísima y frondosa- y se mantienen en pie gracias a pilares de madera que se entierra en el agua, similares a los palafitos chilotes. Eso las deja a salvo cuando el río crece. Son todas de madera y todas mantienen un muelle de desembarque. Las ventanas no tienen vidrios, pero sí largas cortinas de tela.
Los servicios urbanos de la zona están en Abaetetuba, que en lengua tupi-guaraní significa “tierra de hombres fuertes”. Allí, por ejemplo, está el restaurante JB Porto, con terraza amplia, techada, con vista al río. Lleno de ventiladores, por supuesto. Sobre las mesas despliegan la comida local, que incluye bastante pescado frito, guisos de carne, arroz, papas fritas. Y es inevitable que, en algún momento, se imponga la verdad del açaí: a diferencia de cómo éste se ha hecho famoso en el mundo -muy dulce, convertido en helado, milkshake o postres-, aquí se cocina como una salsa morada oscura, sin azúcar, que se le echa encima a cualquier preparación. Como lo han hecho de generación en generación. No es, en todo caso, un sabor fácil.
Ya lo había dicho Vanildo cuando se despidió en su muelle: “La gente aquí es muy adicta al açaí. Todos lo comen en el almuerzo”. Claro: en esta zona está el 90% de la producción de este fruto en Brasil y en todo el planeta.
La semilla
Pero hay algo más en Abaetetuba. Están las dos fábricas de la cooperativa Cofruta, que han levantado con distintos fondos y con ayuda de empresas que -siguiendo una ley brasileña de 2015- reparten una parte de las ganancias de sus productos con las comunidades que han dado las materias primas para elaborarlos. Como explican en Natura, se trata de retribuir a los lugares donde está el origen genético de esos activos y también el saber ancestral de los grupos que los cosechan. En las comunidades, ese ingreso extra lo gastan siempre en mejoras colectivas, como armar un centro social o instalar paneles solares.
Una de las fábricas de Cofruta trabaja la pulpa de las frutas cosechadas -con especies que sólo se encuentran aquí, como taperiba o bacuri- y las comercializa como jugos. Ya tienen 18 productos distintos. La otra fábrica se encarga de procesar las semillas que entregan los miembros de la cooperativa y convertirlas en aceites y en mantecas que luego las empresas usarán en sus productos de belleza.
La maquinaria que se encarga del proceso de secado, triturado, limpieza y obtención de aceites y mantecas está a cargo de Angela, una de las socias fundadoras de la cooperativa. Se comenta que maneja el lugar con mano de hierro. Pero ella luce muy calmada esta tarde y explica los beneficios de hacer este trabajo de manera industrial. Dice que cuando el secado se hacía manual en las casas, se pudrían muchas semillas. Y que también se tardaban mucho más: una cesta con 45 kilos de andiroba demoraba 25 días en secarse y era difícil prensarla, en cambio con la máquina en sólo 24 horas producen un promedio de 800 a mil kilos de aceite y manteca. Sonríe mientras da cada cifra.
Entregar su materia prima ya procesada como aceite y manteca, y no simplemente la semilla -como era antes-, les hace además aumentar el precio de venta. Actualmente, la cooperativa trabaja con 10 materias primas distintas. El destino principal de ellas es la fábrica de jabones de Natura, ubicada en un ecoparque a una hora de Belén, capital del estado de Pará, y a otra planta industrial que la empresa tiene en Sao Paulo -a la cual se envía en camiones, en un trayecto que toma tres días-. “Nuestra materia prima llega lista para ser utilizada”, precisa Angela, mientras abre un recipiente plástico y muestra una masa blanca que explica es manteca de murumuru.
Son las 3 de la tarde, y el calor y la humedad alcanzan niveles asfixiantes. Pero nadie en la cooperativa se inmuta con eso. Posiblemente tampoco lo harán horas después, a las 6 de la tarde, cuando se desate un diluvio universal sobre toda la región.
El aroma
Aprocamp es otra cooperativa creada por una comunidad de la Amazonia brasileña. A diferencia de Cofruta, no se necesita tomar lanchas para llegar. Bastan tres horas en bus desde Belén hacia el noreste. Los últimos kilómetros son por un camino interior de tierra roja. La zona se llama Santo Antonio do Taua.
La comunidad que forma esta cooperativa son 300 familias, que -como se usa en la Amazonia- viven en un territorio común, sin muros de por medio. Reciben a los visitantes con cantos de bienvenida y rezando el Padre Nuestro. Más tarde, incluso, bailarán carimbó.
La cooperativa es presidida hace siete meses por Josilene, una mujer de 32 años que dice que las hace todas: madre, cosechadora y dirigenta social. Es inspirada al hablar. “Aquí se trata de cumplir sueños. No sólo para nosotros, sino para las generaciones que vengan. Mostrarle a Brasil y al mundo que si eres capaz de trabajar con la naturaleza, ella te devuelve el mismo amor y cuidado. No puedes hablar de la Amazonia si no vives en la Amazonia”, dice; y saca aplausos. En broma le preguntan cuándo se postulará como Presidenta de Brasil. Ella se encoge de hombros y se ríe.
"Mostrarle a Brasil y al mundo que si eres capaz de trabajar con la naturaleza, ella te devuelve el mismo amor y cuidado. No puedes hablar de la Amazonia si no vives en la Amazonia”, dice Josilene, de la cooperativa Aprocamp.
Hace 40 años los vecinos se organizaron primero como una asociación, y en 2023 ésta viró a una cooperativa. También hubo aquí un cambio de mirada. Descubrieron que muchas de las plantas nativas que cultivaban -la priprioca, la pataqueira y el estoraque- podían ser solicitados ingredientes para el mercado de las fragancias. Eso redobló los cultivos y sus cuidados. “Cuando uno pasa a entender que lo más valioso es la naturaleza, ahí hay siempre una salida. Una planta se puede transformar en una mina de oro. Es un potencial que nosotros nunca vimos y que puede cambiar tu modelo de vida”, señala la inspirada Josilene.
Los mayores ingresos los tradujeron en que hoy todas las casas son de ladrillo y tienen baño adentro. Y fueron aún más allá: en 2021, con las rentas obtenidas y la ayuda de empresas, montaron su propia fábrica de producción de aromáticos aceites esenciales, cuyas gotas son apetecidas por perfumes y lociones. Ya no entregarían las plantas: ahora lo que venderían sería la materia prima procesada y lista para ser usada de inmediato en los productos. “Hacerlo así, ha significado un aumento de 60% en nuestros ingresos”, comenta Josilene.
La fábrica está a la salida de un bosque y cerca de las plantaciones. Es un galpón grande que en su parte central tiene montada la maquinaria para producir aceite esencial. Es manejada por 13 jóvenes de la comunidad que fueron capacitados específicamente para eso. Funciona con un flujo de vapor y agua fría que va sacando el aceite contenido en las plantas. Con paciencia, gota a gota. El último filtro, el más fino, se hace en un pequeño laboratorio ubicado a un costado.
Algunas de las cifras que se manejan aquí dicen esto: que dependiendo del tipo de planta, de entre 200 y 600 kilos un 12% se transforma en aceite; que la duración del proceso también varía -en el caso de la priprioca, que es el más largo, son seis horas-; que varios tipos de aceites esenciales pueden usarse en una misma fragancia; que un litro de aceite esencial pueden venderlo entre 9.000 y 17.000 reales (de US$ 1.700 y US$ 3.200).
Una de las chicas del laboratorio, vestida completa de blanco, con mascarilla, permite acercarse a un recipiente donde está filtrando aceite de priprioca. Huele delicioso. Dan ganas de aplicarse un poco encima, tal cual está.
La tradición
En la Amazonia brasileña han entrado tecnología, ciencia, nuevas fábricas. Pero todo eso convive con algo que se asoma por todos lados: el conocimiento ancestral que aquí se hereda y se mantiene. Cómo trepar un árbol, recoger un fruto bajo tierra, cocinar con açaí o, en el caso de la comunidad de Agrocamp, realizar lo que llaman un “baño de cheiro”.
Con los calores intensos que azotan esta región, es común que aquí la gente se bañe con agua fría tres o cuatro veces al día. Si a eso se agregan las olorosas plantas de la zona, surge el “baño de aromas”. Que tiene fines múltiples además de refrescar: características medicinales contra el dolor de cabeza, de garganta, afecciones a la piel, remedio antiestrés. “La pataqueira sirve también para atraer amor”, dice una joven de la comunidad, metida en un pequeño río que cruza el lugar. A su lado, una fuente con agua donde flotan hierbas aromáticas. “Este baño es la cura del cuerpo y alma”, agrega.
Varios se arrodillan en el río y ella derrama con delicadeza el agua y las plantas sobre el cuello y la cabeza de quienes aceptan participar en este rito antiguo. Luego toca el cabello y la piel con sus manos. Muchos se emocionan.
Arriba, alto, el sol de la Amazonia no da tregua.
Cuatro horas más tarde, nuevamente se desatará un diluvio.
“No somos una ONG”
Natura, fundada en 1969 por Luiz Seabra en Sao Paulo, está hoy en 14 países. Parte importante de las materias primas que usa para sus productos vienen de la Amazonia. Está presente allí desde 2020. Trabaja con 45 comunidades locales, que involucran alrededor de 10 mil familias y que le proveen 33 ingredientes nativos. Su modelo de negocios en la zona incluye, por supuesto, el incremento de sus ingresos, pero se considera completo con la generación de impactos positivos en lo que definen tres áreas igual de importantes que la financiera: la naturaleza, las comunidades y el ser humano. Para ello reparte sus ganancias por ventas con sus proveedores amazónicos, los capacita, transfiere tecnología, hace investigaciones de nuevos insumos y, de paso, los acompaña en la conservación de la Amazonia. “Hoy aseguramos la conservación de 2,2 millones de hectáreas, y la meta es llegar a 3 millones en 2030”, señala Mauro Costa, gerente de relacionamiento con comunidades.
No maquillan, sin embargo, su objetivo de rentabilizar la tarea. “La nuestra es una operación grande, demasiado para que sea sólo un proyecto social. Eso lo hemos integrado como una estrategia del propio negocio. El desafío social y ambiental se ha vuelto una oportunidad para las comunidades y para nosotros. Hay impactos para nuestros proveedores, pero también nosotros recibimos un producto mejor, nuestra logística se vuelve más barata, etc. No es una acción meramente beneficiaria. No somos una ONG, pero si lo fuéramos sería una con ingresos netos de 24 billones de reales (US$ 4.514 millones) por año”, dice Paulo Dallari, director de reputación y relaciones gubernamentales. Agrega más números: 1.018 tiendas, 3 millones de consultoras de venta en América Latina, cinco fábricas en distintos países, 18 centros de distribución.
"No somos una ONG, pero si lo fuéramos sería una con ingresos netos de 24 billones de reales (US$ 4.514 millones) por año”, dice Paulo Dallari, director de reputación y relaciones gubernamentales.
Y cuando todo parece irse demasiado hacia el lado del negocio, aparece Sabina Zaffora -gerenta de sustentabilidad para países de habla hispana- y recuerda lo que en Natura repiten como mantra: “Por cada real que facturamos como negocio, devolvemos 2,5 a la sociedad en impacto positivo”.

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