“¡Todo a mano!”, se escucha, se grita en El Mercado Central, aquel clásico edificio que comenzó a funcionar en 1872, fue declarado Monumento Histórico en 1984 y que es conocido por sus pescaderías y restaurantes que tienen al mar como protagonistas. Puro patrimonio urbano de Santiago.
“Peruanos, chinos, italianos, brasileños, alemanes, franceses, por acá pasan todos. Lo que más piden son mariscos, ahora con calor ceviches, mariscales, cositas frías. En invierno salen las pailas, el caldillo de congrio. El caldillo lo piden con calor igual, pero empiezan a sopear, y después hay que buscar un lugar para dormir la siesta”, cuenta Fredy Andia, de 52 años, quien hace un año y medio atiende en Caleta El Delfín 2, ahí, entre las calles Ismael Valdés Vergara, 21 de Mayo, San Pablo y Puente.
Son las 10 de la mañana de un viernes, y en el local 179 del Mercado Central ya hay al menos cuatro mesas llenas, de dos, tres y cuatro comensales. Se sirven consomé marino, mariscales, sánguches de pescado frito.
El horario de Fredy comienza a las 8.30 de la mañana y termina a las 5 de la tarde, y tiene un día libre que va cambiando semana a semana. “A las 5 el Mercado cierra y todos para afuera. La gente que está comiendo puede estar un ratito más, 10 o 20 minutos, lo que toma terminar el plato. Cuando llego ya hay gente esperando por su paila marina, su Barros Luco o paila de huevos. Aquí puedes pedir de todo a cualquier hora”, explica.
Al Mercado llegó tras el cierre de El Ancla de Chicureo, donde trabajaba. Antes lo hizo en La Calma, pero se fue por un cambio de vida. No quería trabajar más de noche y un hermano le ofreció cuidar una casa en Colina. “Quería tener una vida. El horario lo encontré fantástico, a las 6 de la tarde estoy en la casa. En La Calma salía a las 12, a la 1, y no tenía locomoción, no me podía pagar todos los días un Uber”, cuenta.
En todo caso, no niega que le tocó vencer sus propios prejuicios. “Nunca me imaginé un cambio tan brusco”, cuenta cuando se le pregunta cómo fue pasar de trabajar de un restaurante 50 Best a uno en el Mercado.
“Al principio dije ‘no, yo no trabajaría en el Mercado Central’, pero aquí estoy. Me gusta el ambiente, esto es muy turístico. Fui exiliado político, viví en Alemania en Stuttgart, desde 1973 hasta 1989, hablo perfecto alemán e inglés. Siempre he estado ligado al rubro y no me han bajado las lucas, gano 40 mil diarios, 60 mil en temporada alta. Lo que pasa es que en el barrio alto los turistas se dispersan, pero aquí llegan todos”.

Añade que a los turistas se les cuida. “Hay que tener claro que para venir al Mercado hay horarios, que después de las 5 el público del alrededor cambia, y uno dice, ‘pero no venga tan tarde, venga más temprano mejor’. También se aconseja que guarden las cadenas de oro, hay de todo, como en todos lados. Estar atento es parte de dar un buen servicio”, explica.
“Lo que tiene Fredy es un estándar de servicio más alto, vivió en Alemania, habla idiomas, y tiene calle, sabe bien cuando el problema viene entrando al restorán, es muy vivo en eso. Además, tiene muy buena disposición y siempre trata de darle una solución al cliente”, cuenta Aldo Salgado, quien trabajó con él como garzón en el Liguria y lo contrató luego para Ópera Catedral.
El manual de un buen mozo
En 2019 Fredy trabajaba en el Castillo Forestal, en donde le tocó formar parte de La Cena de los Sentidos, una experiencia de cena sensorial 100% a oscuras, atendida por personal no vidente. “Nicolás (Samson, socio y gerente de Castillo Forestal), me dijo ‘rapidito, quiero trabajar con una fundación de personas no videntes de Independencia’. Dije ‘sí, démosle’, y fue precioso, esa son las experiencias que enriquecen. Me tocó enseñar, marcar el salón con huincha, aprender a moverme. Ni los comensales podían ver”, cuenta.
Andia es un convencido de que actualmente es difícil que se haga algo así, básicamente por la falta del servicio. “Con todo lo que pasó, el estallido social, la pandemia, llegó una generación nueva de garzones. Se perdieron muchos antiguos porque comenzaron a dedicarse a otra cosa. De la nueva generación, la mitad son extranjeros y tienen un servicio que no existe, es muy malo. Saben servir una cerveza, pero hasta ahí llegan, ni hablar de vino o de un negroni. Lo veo con la gente que tiene locales, ellos tratan full de recuperar a la gente antigua, colapsaron con la nueva generación”, dice.
Sus años de servicios lo hacen tener claras una serie de reglas que le parecen básicas, pero que ve que no siempre se cumplen. “Un buen garzón tiene que ser una buena persona, amable, cariñosa, que le guste el rubro gastronómico, tiene que saber de gastronomía, de tragos, ser puntual, tener buena presentación, manos limpias, bien vestido. Ser detallista con el cliente, saludarlo, preguntarle cómo está su plato, olvidarse del teléfono, estar atento, ser capaz de solucionar un problema y fijarse que los baños estén limpios”, dice.
Sin embargo, no pierde la oportunidad de enseñar su oficio. “Aquí damos servicio, a los chiquillos que no saben trato de enseñarles todos los días cómo es la cosa, cómo son los platos. No me creen, pero resulta, por algo uno es profesional del servicio. Como yo tengo el idioma, vendemos mucha centolla, hay de distintos tamaños, desde 60 mil, hasta 120 mil, incluye una media botella de vino, arroz, papas fritas, y ensalada surtida”, cuenta.
Asegura que guarda un cariño enorme por toda su trayectoria: por sus años en el Liguria, la Vinoteca, la primera Brasserie, de Frank Dieudonné, que cerró en 2017. Por su paso por Guardia Vieja, el Ópera, y lo que fue el Ópera Catedral, también por La Calma. “Me pulí, me formé, conocí mucha gente. No tengo nada que decir de los platos del Nacho (Ignacio Ovalle, chef de La Calma), llegan perfecto, conservan la temperatura, el montaje, todo.
Aquí el plato se te enfría, pero apuntamos a la cantidad, lo abundante, que es lo que buscan los caseros, la gente de Independencia y Recoleta. El precio, que es a lo que vienen. Todo fresco, tenemos la pescadería del local aquí mismo”, cuenta.
¿Volvería al barrio alto? “Es que miro los horarios y creo que esto es lo máximo. Conozco a la gente, los locales vecinos, me tomo una cervecita después de la pega, y aquí lo tengo todo. Está el compadre que vende souvenirs, el de los huevos, frutas, carnicerías, gente de todas partes, el ambiente es muy rico. Tengo la pescadería aquí y me dan todo a buen precio, llego y me como un erizo fresco. ¿Cómo no me va a gustar esta vida?”