La fe de América
El contexto actual y sus desafíos psicológicos y materiales favorece poco la percepción de este marco de realidades; hace a muchos figurarse que las mismas son un escape irreal. “¿Qué es esta ‘realidad’? ¿Qué es lo real? ¿Son ‘realidad’ sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?”.
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 12 de octubre de 2012 a las 05:00 hrs.
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¿Tenemos acaso conciencia, los habitantes de esta tierra americana, que “el 12 de octubre de 1492 [es] una de las fechas más importantes en la historia de la humanidad?”. Muchos indicios hay de que esta conciencia se ha debilitado. Desde luego su celebración, donde se mantiene, ha diluido su significado. ¿Padecemos el síndrome, tan moderno, que afecta a culturas como la europea, de la cual se ha dicho que sus actuales habitantes, a pesar de una riquísima y milenaria tradición, no se reconocen debidamente en ella y no la aman, al menos en la medida de lo que merece serlo? Precisamente quien mismo irguió su potente voz en Santiago de Compostela el año 1982 para llamar a esa Europa a “ser ella misma” -por razones no tan distantes de las que aquí se manifiestan-, fue también quien, diez años después, en el Faro de Colón, en Santo Domingo, en la celebración del V centenario de la evangelización de América, poniendo en sus labios las palabras antes citadas acerca del 12 de octubre, agregó: “bendita tierra que, hace ahora quinientos años, recibió a Cristo, luz de las naciones, y fue marcada con el signo de la Cruz salvadora” (Juan Pablo II, 11.X.92, viaje apostólico a Santo Domingo).
Quince años después de Juan Pablo II, vuelve Pedro al continente en la persona de Benedicto XVI, para iluminar la conciencia de sus habitantes respecto de aquello que esa fe ha hecho germinar en esta tierra. Y refiriéndose concretamente a los pueblos de América Latina y del Caribe dice así: “Del encuentro de esa fe con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este continente, expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia y un mismo credo, y formando una gran sinfonía en la diversidad de culturas y de lenguas”. (Benedicto XVI, 13.V.07, sesión inaugural de la 5ª Conferencia en Aparecida). “¿Qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe?”, se pregunta luego. “Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas (…) que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas” (Benedicto XVI, Idem).
La síntesis entre sus culturas y aquella fe cristiana ofrecida por los misioneros, que la sabiduría de los pueblos originarios supo realizar, fue la que dio origen a la rica y profunda religiosidad popular en que se plasma el alma de la América mestiza: la devoción a la Eucaristía; el amor filial a María desde los albores de Guadalupe (“¿no estás bajo mi sombra y resguardo?”, dice ella a Juan Diego); la piedad por el Cristo sufriente y con ello la permanente cercanía con los que sufren; la universal y entusiasta adhesión al Sucesor de Pedro y el local fervor para con los propios santos.
Ciertamente el contexto actual y sus apremiantes desafíos psicológicos y materiales favorece poco la percepción habitual de este marco de realidades; hasta hace a muchos figurarse que las mismas constituyen quizá un escape hacia lo irreal. “¿Qué es esta ‘realidad’? ¿Qué es lo real? ¿Son ‘realidad’ sólo los bienes materiales, los problemas sociales, económicos y políticos?, nos interpela Benedicto XVI. “Aquí está precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo (¡por qué América tendría que hacer causa con ellas!, se quejó alguna vez Octavio Paz), error destructivo, como demuestran los resultados tanto de los sistemas marxistas como incluso de los capitalistas. Falsifican el concepto de realidad con la amputación de la realidad fundante y por esto decisiva, que es Dios”. (Benedicto XVI, Idem) Para alimentar nuestra esperanza, esa “gran sinfonía en la diversidad de culturas y de lenguas” sigue sin embargo allí, como aguardando la hora en que pueda expresarse con voz potente en el concierto de las naciones. Reconocen esto, como nuestra realidad esencial, no sólo quienes gozan del don de la fe. Muchos americanos de renombre universal, a veces hostiles con la Iglesia, lo han hecho saber: “la universalidad del castellano (universalidad tributaria de la fe católica, podríamos agregar nosotros) por tenerla, dio cabida a todas las lenguas anteriores al castellano en las Américas (…); las fechas de la independencia son, así, fechas de la lengua que nos une -el español- y de las lenguas que nos diversifican -náhuatl, maya, zapoteco, quechua, guaraní, mapuche” (Carlos Fuentes). Afirmación que rima con el característico lamento nerudiano, que no obstante su queja, exclama reconociendo lo que recibió y lo llevó a las cimas: “… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”. Visión realista, no hay para qué discutir sus matices, que no obstante empalidece ante el realismo de tono aun superior con que se expresa Octavio Paz: “Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica, significa encontrar un sitio en el cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indio en una soledad tan completa como difícil de imaginar para el hombre moderno. El catolicismo les hace reanudar los lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte (…) Sin la Iglesia el destino de los indios hubiera sido muy diverso”, afirma. Cuestión central en nuestra historia que nos trae de nuevo a las palabras del Papa en Aparecida: “La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica” (Benedicto XVI, Idem).
Para consolidar su identidad cultural, América Latina requiere mirarse a sí misma en sus raíces y ser fiel a éstas, que a lo largo de cinco siglos, habiéndose encarnado en valores cristianos, han dado frutos -no por ser aún insuficientes- preciosos.
Ambos pontífices han insistido en la importancia fundamental que en este sentido tienen, en un continente de bautizados, las “voces e iniciativas de líderes católicos de fuerte personalidad y de vocación abnegada, coherentes con sus convicciones éticas y religiosas” que actúen en el ámbito político, comunicativo y universitario; como asimismo el compromiso de los jóvenes “centinelas del mañana (…) sin miedo del sacrificio, sino de una vida sin sentido”.
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