Omisión
Por Padre Raúl Hasbún
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 18 de mayo de 2012 a las 05:00 hrs.
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“Yo confieso, ante Dios y ante ustedes, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión…”, decimos al comenzar la celebración eucarística. ¿Pecar por omisión? “¡Me castigaron injustamente, yo no hice nada!”, alega el muchachito al explicar a sus padres el motivo de sus anotaciones rojas. Claro: no hizo las tareas. El argumento de no haber hecho nada puede precisamente incriminar a quien lo invoca. Hay cosas que debieron hacerse y pudieron hacerse; pero el titular de la obligación omitió hacerlas por culpa o negligencia. Hay situaciones que debieron y pudieron preverse, debieron y pudieron impedirse; pero quien por oficio, contrato o exigencia de ley natural debió y pudo actuar no hizo nada. Eso es pecar por omisión.
El capítulo 25 del evangelio según san Mateo anticipa lo que nos ocurrirá en el examen final, cuando el Rey y Supremo Juez sentencie el castigo o premio que merecimos por lo que hicimos. Los tres escenarios que allí se detallan ponen más de relieve las omisiones que las acciones. En la parábola de las vírgenes prudentes y vírgenes necias, éstas quedan tajantemente excluidas del festín de bodas. El Esposo se niega a abrirles siquiera la puerta, espetándoles un “¡Yo no las conozco!”. ¿Qué hicieron? Nada. Entonces ¿por qué tan severo reproche y castigo? Por lo que no hicieron: proveerse prudentemente de aceite para mantener encendidas sus lámparas, ante el previsible evento de que el Esposo tardara en llegar. En la parábola de los talentos, los que recibieron 5 y 2 talentos hicieron lo esperado y exigible: negociaron para hacerlos producir otros tantos y así dar cuentas alegres a su señor. El que recibió sólo 1 talento tuvo miedo y lo escondió para no arriesgar su pérdida. La furia de su señor quedó significada en el castigo: despojo de todos sus bienes y confinamiento a las tinieblas, con llanto y crujir de dientes. “¡Yo no hice nada!”, pareció argumentar el timorato. “¡Precisamente por eso te condeno!”, sería la respuesta. “Sabías cómo soy y cuánto exijo de los míos. Tu obligación era depositar el talento en el banco y luego retirarlo y devolvérmelo con sus intereses: tu omisión te condena”.
El capítulo concluye con la profecía del Juicio Final. Algunos, congregados ante el Rey, escucharán una terrible condenación: “¡Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles!”. Preguntarán, consternados: “¿y qué hicimos para merecer tanto castigo?”. Tal vez nunca robaron ni mataron ni cometieron adulterio. Pero debían atender, por justicia y con amor, las necesidades vitales que Cristo sufre en la persona de cada pobre y desvalido. Y omitieron hacerlo.
También el Derecho penaliza la omisión de lo que debió preverse e impedirse. La parábola del buen samaritano ya es ley en numerosos países, incluido el nuestro. No omitamos escrutar, confesar y reparar nuestras omisiones.
El capítulo 25 del evangelio según san Mateo anticipa lo que nos ocurrirá en el examen final, cuando el Rey y Supremo Juez sentencie el castigo o premio que merecimos por lo que hicimos. Los tres escenarios que allí se detallan ponen más de relieve las omisiones que las acciones. En la parábola de las vírgenes prudentes y vírgenes necias, éstas quedan tajantemente excluidas del festín de bodas. El Esposo se niega a abrirles siquiera la puerta, espetándoles un “¡Yo no las conozco!”. ¿Qué hicieron? Nada. Entonces ¿por qué tan severo reproche y castigo? Por lo que no hicieron: proveerse prudentemente de aceite para mantener encendidas sus lámparas, ante el previsible evento de que el Esposo tardara en llegar. En la parábola de los talentos, los que recibieron 5 y 2 talentos hicieron lo esperado y exigible: negociaron para hacerlos producir otros tantos y así dar cuentas alegres a su señor. El que recibió sólo 1 talento tuvo miedo y lo escondió para no arriesgar su pérdida. La furia de su señor quedó significada en el castigo: despojo de todos sus bienes y confinamiento a las tinieblas, con llanto y crujir de dientes. “¡Yo no hice nada!”, pareció argumentar el timorato. “¡Precisamente por eso te condeno!”, sería la respuesta. “Sabías cómo soy y cuánto exijo de los míos. Tu obligación era depositar el talento en el banco y luego retirarlo y devolvérmelo con sus intereses: tu omisión te condena”.
El capítulo concluye con la profecía del Juicio Final. Algunos, congregados ante el Rey, escucharán una terrible condenación: “¡Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el Diablo y sus ángeles!”. Preguntarán, consternados: “¿y qué hicimos para merecer tanto castigo?”. Tal vez nunca robaron ni mataron ni cometieron adulterio. Pero debían atender, por justicia y con amor, las necesidades vitales que Cristo sufre en la persona de cada pobre y desvalido. Y omitieron hacerlo.
También el Derecho penaliza la omisión de lo que debió preverse e impedirse. La parábola del buen samaritano ya es ley en numerosos países, incluido el nuestro. No omitamos escrutar, confesar y reparar nuestras omisiones.

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