La primera consideración es estilística: al Papa le gustan las frases coordinadas, incisivas, esenciales. Recurre rara vez, en ocasiones públicas, a las subordinadas, a la complejidad y a la oscuridad del lenguaje, porque siente la urgencia de comunicar, de ser comprendido, de conmover a su auditorio. No obstante, la simplicidad del lenguaje nunca es simplicidad de razonamiento: siempre llega a lo esencial de las cuestiones, en profundidad; pero lleva lo profundo a la superficie y lo ofrece a quienquiera desee escuchar sus palabras.
La segunda consideración tiene relación con el uso de símbolos, de imágenes. El Papa habla teniendo al frente un horizonte amplio, y sabe que es fundamental lograr llegar a todos. Lo imaginario de nuestro tiempo es de carácter visual: por este motivo, el Papa Francisco rescata la modalidad del lenguaje de Jesús -las parábolas- y con palabras sencillas crea imágenes de increíble poder simbólico. Por dar unos ejemplos: la Iglesia vista como "una ambulancia después de una batalla" o "las periferias existenciales" a las cuales se refiere el Papa, en la homilía del 16 de mayo de 2013, al contraponer el fervor de San Pablo a los "cristianos de salón", otra imagen sumamente fuerte. O cuando dijo a los nuevos cardenales: "Recuerden que los cardenales no entran a la corte", invitándolos a "rechazar intrigas, habladurías, ataduras, favoritismos y preferencias", mientras, en la Misa del Jueves Santo, pidió a los sacerdotes de su diócesis ser "pastores con el olor a oveja, pastores en medio de la propia grey".
Podría continuar largo tiempo, pero cierro esta breve lista con dos imágenes que considero especialmente incisivas: durante el Angelus, hace algunos meses, el Papa invitó a los ricos a poner parte de sus riquezas al servicio de los demás, compartiéndolas en un gesto de solidaridad mediante el cual se vislumbre la Providencia de Dios, porque "llevamos al cielo sólo aquello que hemos compartido", y recordándoles que "el sudario no tiene bolsillos". La otra es talvez una de las más famosas: a partir de Lampedusa emitió un trueno contra "la cultura del bienestar, (...) que conduce a la indiferencia con los demás, más bien a la globalización de la indiferencia".
La tercera consideración tiene relación con la elección de los temas. Claramente, en las homilías el Papa habla de la fe, de Dios, del Evangelio; pero sin más ha señalado de manera evidente algunos temas de gran actualidad: belleza, bondad y verdad, justicia, oposición a las mafias. A propósito, ¡qué emocionante el encuentro con los parientes de las víctimas de la mafia junto con don Ciotti! Yo estaba presente en ese momento conmovedor, y cuando escuché al Papa dirigirse a los mafiosos y decir: "El poder, el dinero que ustedes tienen ahora mediante tantos negocios sucios, tantos crímenes mafiosos, es dinero ensangrentado, y poder ensangrentado, y no podrán llevarlo a la otra vida", advertí un anatema de una fuerza y un poder comparable con el "conviértanse" del grito del Papa Juan Pablo II a los mafiosos. Además, temas como la ternura, la misericordia, la atención prestada a la humanidad doliente y pobre, el yugo de la competitividad que conduce a la cultura del desecho, del envase desechable, la tensión por un orden político elevado, general y más humano, y la atención prestada al tema de la paz y del diálogo, con una insistencia y una incidencia enteramente especiales.
Cuarta y última consideración: la corporeidad del Papa Francisco. En el pasado, los mensajes eran sobre todo textuales, oficiales, llegaban mediante cartas y encíclicas. También hoy están presentes estos instrumentos, pero la comunicación del Papa Francisco es en gran medida corpórea: es un Papa que toca a la gente, que se deja tocar, que acaricia, que se acerca al interlocutor y lo abraza. Son todos gestos de gran apertura y gran acogida; también de gran riesgo, por decirlo todo (y puedo imaginar que la Gendarmería se encuentra a menudo en mal pie). Ante las grandes masas, el Papa Francisco parece conseguir dirigirse a cada persona, proponiendo incluso citas telefónicas; en los encuentros más informales, interroga de buena fe a su interlocutor, estimulándolo a tener un diálogo con él. Por otra parte, él mismo dice que siempre ha "necesitado una comunidad" y "vivir su vida junto con los demás". De esta necesidad da testimonio el hecho de que, por ejemplo, las audiencias, las catequesis duran unos veinte minutos, pero luego él permanece con su pueblo durante una hora. Del mismo modo, en Santa Marta, después de las homilías, nunca deja de saludar personalmente a los fieles.
¡Qué distinta la comunicación del Papa Francisco, el 27 de marzo pasado, durante la Misa con los parlamentarios italianos, en la cual participé! "Los pecadores arrepentidos serán perdonados, los corruptos no. Una vez elegida esta opción, no volverán atrás y llegarán a ser irredimibles, semejantes a sepulcros blanqueados, una podredumbre barnizada: ésta es la vida del corrupto", dijo.
Una homilía fuerte, aguda, en la cual señaló la hipocresía, el fariseísmo, la corrupción, la distancia entre el pueblo y las clases dirigentes, encerradas en estrechas lógicas de facción, de ideologías, de intereses. Por lo demás, no podía hablar de misericordia. No tenía al frente a los pobres, a los últimos; no podía mostrarse dulce, acariciar y abrazar. Sorprende que alguien se haya sorprendido. ¿Qué se esperaba: caricias? Y recibió bofetadas. Yo conocía las palabras empleadas por el Papa Francisco esa mañana para comentar el pasaje de Jeremías previsto por la liturgia, porque constituían lo esencial del libro Sanar la corrupción, que recoge las reflexiones del entonces Cardenal Bergoglio en Buenos Aires y del cual tuve el honor y el privilegio de escribir el epílogo. El texto de Bergoglio es un análisis preciso y sobre todo despiadado del fenómeno de la corrupción: una condena sin apelación y casi sin redención. El Papa la describe no sólo como una suma "cuantitativa" de pecados, sino como una planta nociva que amenaza los fundamentos sobre los cuales están construidos los Estados democráticos y la Iglesia misma.
Y sobre este tema realmente ha vuelto muy a menudo el Papa Francisco en estos meses, diciendo, por ejemplo, que los corruptos dan de comer a sus hijos "pan sucio". Y también lo hizo llamando la atención porque "es fácil entrar en las camarillas de la corrupción"; nunca como en estos días estas palabras se esculpirían en piedra. Con una síntesis económica y políticamente, además de espiritualmente, impecable, el Papa Francisco se pregunta: "¿Quién paga la corrupción? La paga el pobre. Pagan los hospitales sin remedios, los enfermos que no tienen curación, los niños sin educación".
¡Qué distinta es la palabra de Francisco de la palabra de la política! El lenguaje de los políticos, con algunas excepciones, en general es todavía un lenguaje cerrado, lleno de énfasis retórico, pero que al mismo tiempo juega en defensa, más bien en autodefensa. Es un lenguaje autorreferente, que aleja en vez de acercar, que cierra en vez de abrir; a menudo está enfermo de abstracción teórica, y casi nunca llega a la concreción simbólica y temática, como en cambio lo hace el Papa Francisco. Mientras las personas escuchan y comprenden de inmediato lo central del razonamiento del Papa, por cuanto se les presenta sintéticamente y con esas imágenes que citamos anteriormente, que brillan por su claridad y poder, la política adopta eslóganes ciertamente simples, pero vacíos, que no captan la atención ni abren conocimiento alguno.
También en la selección de los temas se advierte una especie de paradoja: el Papa habla de los temas vinculados con la vida cotidiana de las personas, temas de los cuales la gente necesita oír hablar. También el político sabe cuáles son estos temas, pero con frecuencia habla de otras cosas, de alquimias parlamentarias y de gobierno, que nada tienen que ver con los problemas cotidianos de los ciudadanos, con sus dificultades y sobre todo con sus esperanzas. Cuando luego el discurso se centra en estos temas, en el mejor de los casos los políticos ofrecen óptimos análisis, con estadísticas y datos, pero sin cotejarlos con el carácter dramático de quienes viven la experiencia, sin situarse en el punto de vista de quienes escuchan: en pocas palabras –por emplear más bien las palabras de Francisco- demuestran no conocer el olor y la incomodidad de la frontera, sino puramente el carácter aséptico del laboratorio.
Como dice el Padre Spadaro, el Papa Francisco no es únicamente un hombre dulce y tierno, por cuanto éstas son indudablemente dos características que lo distinguen. Es un hombre que además señala un ring donde se combate, dicta las reglas del juego -el discernimiento- y no teme combatir él mismo para realizar la utopía del cambio.
En conclusión, en la innovación del lenguaje emprendida por el Papa Francisco encontramos por consiguiente muchos componentes: su origen sudamericano, su formación jesuita, un carácter abierto, la necesidad de estar en contacto con la comunidad, la elección precisa de temas de urgente actualidad, la capacidad de hacerse comprender por todos mediante imágenes sencillas, pero de gran poder simbólico, todo lo anterior unido a una capacidad instintiva de utilizar las formas y los instrumentos de la comunicación para llegar al corazón de la gente. Todo esto, sin embargo, no es un fin en sí mismo, sino al servicio de un elevado y profundo designio reformador de la Iglesia: un cambio radical, político y espiritual, en el cual la comunicación constituye un soporte fundamental e indispensable.