En un barrio residencial y tranquilo de Lo Espejo, a sólo un par de cuadras de la Autopista Central, hay una esquina imposible de pasar por alto. Dos grandes esculturas talladas en madera, representando figuras indígenas, anuncian la entrada a un terreno enorme que rebalsa de antigüedades: televisores de perilla, radios retro, máquinas de coser de hierro, cámaras análogas, espejos biselados, vinilos, casetes, y maletas de cuero se apilan en desorden.
A medida que se avanza en ese tetris, aparecen hallazgos inesperados: unos esquís viejos, cartas de amor amarillentas, diplomas escolares olvidados, juguetes de hojalata y hasta retratos familiares enmarcados. En el segundo piso, en cambio, la vista se llena de muebles de maderas nobles y estilos clásicos: vitrinas, arrimos y bufetes barrocos o art déco que ya quisieran las tiendas de decoración más exclusivas. Son reliquias de otras épocas que, entre polvo y montones, han hecho de este lugar un imán para curiosos y coleccionistas.
“Creo que nadie imagina una tienda tan grande llena de antigüedades en Lo Espejo. No es algo que se espera ver. Este lugar se ha convertido en un punto de encuentro dentro de la comuna”, dice Israel Herreros, más conocido como El Rey del Rastro, quien a sus 30 años ha levantado uno de los espacios de antigüedades más singulares de la capital.
De la feria al fenómeno digital
Galpón de El Rey del rastro en Lo Espejo
Todo comenzó con la compraventa de metales que tenía su padre en la comuna. Entre los fierros y chatarra aparecían bicicletas viejas, faroles o bases de máquinas de coser que otros desechaban. “Nosotros tratábamos de rescatar lo que podíamos. Mi papá vio ahí una posibilidad y empezamos a vender esas cosas en la feria de cachureos que organizaba una vez al año El Rastro, la página de clasificados”, recuerda.
Esa primera experiencia lo marcó, pero el giro definitivo llegó durante la pandemia. “Vi la posibilidad de trabajar fuerte en Instagram. La gente estaba encerrada en sus casas y eso ayudó mucho al éxito”, explica. Lo que partió con publicaciones de objetos sueltos, pronto se convirtió en transmisiones en vivo y ventas directas. Hoy, la cuenta de El Rey del Rastro supera los 135 mil seguidores y su nombre circula en medios y comunidades de coleccionistas.
El espacio actual fue adquirido junto a su padre y partió como un terreno vacío. Israel se instaló ahí con su esposa, justo cuando ella estaba embarazada, y poco a poco levantó la bodega que hoy habita y administra. “Al principio era sólo para guardar las cosas que encontraba, pero la gente empezó a venir a mirar. Todo se fue dando muy rápido”, recuerda.
“Yo, entre comillas, soy joven. Partí a los 25 años. Los muebles me encantan, me gusta conocer los estilos, la procedencia, el porqué de los tallados o de las maderas. Es fascinante este mundo”, comenta.
Con el tiempo, dejó de ser un simple depósito para transformarse en un imán de visitantes de todas partes: hoy llegan vecinos de comunas cercanas como La Cisterna o San Miguel, pero también de Vitacura, Lo Barnechea y ciudades tan distantes como Concepción o Puerto Varas, también rostros famosos como el arquero Claudio Bravo, Iván Arenas alias Profesor Rosa o el actor Álvaro Rudolphy, entre otros. “Es muy transversal. La nostalgia es fuerte, todos en algún momento tuvieron estas cosas en su casa, sin importar el estrato económico”, asegura.
El vínculo de Israel con lo antiguo no es casual. Su abuela solía leer con devoción la revista El Peneca en los años ‘60, costumbre que le transmitió un respeto por los objetos cargados de historia. “Siempre me intrigaron otras épocas, cómo vivieron antes, cómo era la vida. Y este trabajo me permite aprender de la gente, de los clientes que vivieron esas décadas”, dice.
Aunque muchos lo confunden con un anticuario tradicional, Israel se define distinto. “Yo, entre comillas, soy joven. Partí a los 25 años. Los muebles me encantan, me gusta conocer los estilos, la procedencia, el porqué de los tallados o de las maderas. Es fascinante este mundo”, comenta.
Gran parte de las piezas llegan por herencias. “Prácticamente funcionamos como las funerarias. Cuando fallece alguien nos ofrecen sus cosas. Hemos comprado casas a puerta cerrada, con muebles de 40 o 50 años de historia familiar”, cuenta. De ahí surgen hallazgos insólitos: desde cientos de damajuanas escondidas en un sótano hasta un cuadro peruano del siglo XVIII que, entre tantas cosas que tiene Israel, llegó a extraviarse. “Todavía lo sigo buscando”, cuenta.
Los Busquillas

Desde que pololeaban, Roberto Quiroga y Charlotte Blumer -profesores de Historia y Arte respectivamente- compartían la costumbre de recorrer ferias y anticuarios en busca de objetos con historia. Cuando se casaron, ese gusto se transformó en el sello de su vida en común: querían que su casa pareciera un pequeño museo, lleno de piezas capaces de sorprender a cualquiera que los visitara. Pero el entusiasmo pronto desbordó los límites del hogar: entre compras, regalos y hallazgos, acumularon tanto que terminaron con una bodega llena y un sobrestock imposible de manejar.
Fue entonces, en 2023, cuando decidieron crear Los Busquillas, una cuenta de Instagram para dar salida a lo que ya no cabía en su casa. Lo que partió casi como un juego -subir un par de fotos, probar suerte con la venta- se transformó rápidamente en un proyecto inesperado. Amigos y familiares fueron los primeros clientes, pero en pocos meses la bicicleta de compra y venta empezó a rodar sola, con seguidores que crecían y objetos que se agotaban apenas publicados.
Para la pareja, de 35 y 32 años, las antigüedades no son sólo cosas viejas: son una manera de habitar el mundo. Roberto lo explica con un concepto que tomó del filósofo Gastón Soublette: el hábitat humano. No se trata de una casa o de un adorno, dice, sino de construir espacios amorosos y acogedores donde los objetos cumplan un rol trascendente.
“Vivimos en una sociedad tecnócrata, rápida y eficiente, pero sin tiempo para lo bello. Y lo bello es lo que nos conecta con nuestra humanidad más profunda”, reflexiona. En ese sentido, cada pieza que seleccionan busca aportar a ese hábitat: maderas, bronces, lanas o fierros que cuentan historias y recuerdan que también somos parte de una tradición cultural.
Esa búsqueda de sentido se refleja en los objetos que han pasado por sus manos. Entre los más especiales, Roberto recuerda una estantería colonial de madera tallada y policromada, piezas cargadas de espiritualidad que, dice, “fueron hechas por personas cuya vida giraba en torno a lo místico, algo muy distinto a lo que vivimos hoy”.
También tuvieron en su poder un ejemplar del Atlas de Claudio Gay, impreso en París a mediados del siglo XIX y coloreado a mano por alumnos de la Sorbona: una verdadera joya patrimonial que combina la naturaleza y la cultura de Chile en centenares de láminas.
Pero más allá de las ventas, Roberto y Charlotte creen que el verdadero desafío está en repensar el oficio de anticuario en la actualidad. “Hoy la mayoría de la gente construye su casa y lo único que importa es tener una buena tele y un quincho. La estética quedó en quinto plano”, dice él. Frente a esa cultura de lo rápido y lo desechable, los anticuarios, asegura, deben dar la pelea por devolver valor al patrimonio, al arte y a la belleza. En ese camino, ellos son la prueba de que las antigüedades aún tienen un público fiel y que su belleza todavía tiene lugar en el hábitat humano.
Vitrina de Los busquillas