Abhijit Banerjee, Esther Duflo: El otro lado del crecimiento
Los ganadores del Premio Nobel de Economía 2019 analizan los desafíos de las economías de China e India frente a la desaceleración.
Por: Equipo DF
Publicado: Viernes 27 de diciembre de 2019 a las 04:00 hrs.
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Una de las noticias más preocupantes de 2019 no recibió la cobertura mediática que uno esperaría en Estados Unidos o Europa. Pero lo más seguro es que en 2020 se hablará bastante más sobre la desaceleración económica de China y la (posiblemente muy intensa) desaceleración del crecimiento de la India. Cuando en 2018 escribíamos nuestro libro Good Economics for Hard Times -Buena economía para tiempos duros-, antes de que comenzaran a aparecer malas noticias sobre la India, ya nos preocupaba la posibilidad de una desaceleración en ese país (la desaceleración en China ya era conocida).

Nuestra tesis era muy simple: en países que parten de una situación en la que se usan mal los recursos, como en China bajo el comunismo o como hacía la India en sus días de dirigismo extremo, las reformas pueden generar beneficios iniciales por la reasignación de recursos a sus mejores usos. Por ejemplo, en el sector manufacturero indio hubo una marcada aceleración de la actualización tecnológica en el nivel de las plantas y cierta reasignación hacia las mejores empresas de cada industria después de 2002. Esto no parece estar relacionado con cambios de política económica, y se lo llama el“misterioso milagro manufacturero ”.
Pero no fue un milagro, sólo una ligera mejora respecto de un punto de partida bastante malo. Y se le pueden atribuir diversas causas. Tal vez fue resultado de un relevo generacional que pasó el control de manos de los padres a los hijos, a menudo educados en el extranjero, más ambiciosos y más entendidos en tecnología y mercados internacionales. O tal vez una acumulación de pequeñas ganancias permitió a la larga financiar la ampliación y mejora de las plantas.
Más en general, puede que algunos países (por ejemplo China) sean capaces de sostener por tanto tiempo un ritmo de crecimiento tan veloz porque parten de una situación donde hay muchos talentos y recursos mal aprovechados que es posible reasignar a usos más valiosos. Pero en cuanto la economía ya eliminó las peores plantas de producción y empresas y resolvió sus problemas más graves de mala asignación de recursos, es natural que el margen para ulteriores mejoras se reduzca. De modo que era esperable una desaceleración en la India (como ocurrió en China). Y no hay garantías de que sólo se producirá cuando la India haya llegado al mismo nivel de ingreso per cápita que China. Podría ocurrir que caiga en la misma “trampa de los ingresos medios” que atrapó a Malasia, Tailandia, Egipto, México y Perú.

El problema es que cuando los países se acostumbran al crecimiento, les cuesta dejar el hábito, y hay riesgo de que las autoridades busquen en vano recuperar el crecimiento a como dé lugar. La historia reciente de Japón debería servir de advertencia.
Si la economía de Japón hubiera mantenido la tasa de crecimiento que registró en el decenio 1963 73, hubiera superado a Estados Unidos en PIB per cápita en 1985 y en PIB absoluto en 1998. Lo que sucedió en vez de eso es como para creer en maleficios: en 1980, un año después de que Ezra Vogel (Harvard) publicara el libro Japón n.º 1, la tasa de crecimiento se derrumbó y nunca se recuperó. El problema era simple: por la baja fertilidad y la casi total ausencia de inmigración, la sociedad japonesa estaba envejeciendo velozmente (y todavía lo hace). La población en edad de trabajar llegó a un máximo a fines de los noventa, y desde entonces viene cayendo a un ritmo anual del 0,7% (y la caída continuará). Además, en los cincuenta, sesenta y setenta, Japón se estaba poniendo al día después del desastre de la Guerra del Pacífico, de modo que su bien educada población se iba asignando gradualmente a los mejores usos posibles.
Llegados los ochenta, eso terminó. En la euforia de los setenta y ochenta, muchos (dentro y fuera de Japón) se convencieron de que el país conseguiría sostener el ritmo de crecimiento con la invención de nuevas tecnologías, lo cual probablemente explique por qué la alta tasa de inversión (superior al 30% del PIB) se mantuvo a lo largo de los ochenta. En la “economía de burbuja” de esa década, había mucho dinero compitiendo por pocos proyectos buenos. Como consecuencia, los bancos terminaron con muchos préstamos incobrables y se generó la enorme crisis financiera de los noventa. Y el crecimiento se detuvo.
Al final de la “década perdida” de los noventa, tal vez las autoridades japonesas hayan comenzado a entender lo que sucedía y a qué debían renunciar. Al fin y al cabo, Japón ya era una economía relativamente rica, con mucha menos desigualdad que la mayoría de las economías occidentales, un sistema educativo sólido y muchos problemas importantes que resolver, sobre todo la provisión de una calidad de vida aceptable a su población senescente. Pero las autoridades no pudieron adaptarse: recuperar el crecimiento era una cuestión de orgullo nacional.
El resultado fue que los gobiernos diseñaron un paquete de estímulo tras otro, y gastaron billones de dólares en rutas, diques y puentes sin finalidad clara. Y como era previsible, el estímulo no consiguió aumentar el crecimiento pero llevó a un aumento inmenso de la deuda nacional, hasta cerca del 230% del PIB en 2016.
La lección para las autoridades en China y la India es clara: deben aceptar que la desaceleración es inevitable. La dirigencia china lo sabe, e hizo un esfuerzo consciente para amoldar las expectativas públicas a esta realidad. En 2014, el presidente Xi Jinping habló de una “nueva normalidad” de 7% de crecimiento anual, en vez de 10% o más. Pero ni siquiera es seguro que esta proyección sea realista, y entretanto, China está emprendiendo enormes proyectos de construcción en todo el mundo, algo que puede no terminar bien.
La clave, en definitiva, es no perder de vista el hecho de que el PIB es un medio y no un fin en sí mismo. Es un medio útil, sin duda, especialmente cuando crea empleo o sube los salarios o genera recursos para el Estado que le permiten una mayor redistribución. Pero el objetivo último sigue siendo mejorar la calidad de vida del promedio de las personas (y en particular, de las más desfavorecidas). Y la calidad de vida no se reduce al consumo. Un mayor PIB es sólo uno de los modos de lograrlo, y no hay que presuponer que siempre es el mejor. 
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