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Publicado: Viernes 25 de noviembre de 2016 a las 04:00 hrs.
El acto de razón mediante el cual apreciamos la diferencia entre una cosa y otra se llama discernimiento. No se trata de una intuición subjetiva ni de un deseo predeterminado. Por algo el Derecho exige la edad y la capacidad racional de discernimiento para reconocer validez a un contrato que implica libre disposición de bienes, o formular un reproche y sanción penal a quien realiza una acción tipificada legalmente como delito.
La ley obliga y penaliza al súbdito cuando éste podía y debía conocer que su acción era contraria al Derecho y le era exigible obrar de otra manera. El legislador elaboró racionalmente una disposición normativa, respaldada en la Constitución y orientada al bien común. Pero su ley contiene una abstracción y formula una exigencia o prohibición de carácter universal. El súbdito la vive en su situación concreta y personal. De ahí que otra autoridad deba discernir, ponderando las circunstancias de esa persona concreta, si su actuar la hizo merecedora o no de reproche, castigo o invalidación de lo obrado.
Tanto el Derecho penal como el canónico exigen al juez ponderar las circunstancias eximentes o atenuantes de responsabilidad criminal. La justicia eclesial exime de toda pena a quien ignoraba, sin culpa, que estaba infringiendo una ley o precepto (ignorancia a la que se equiparan la inadvertencia y el error). Y permite adjudicar atenuantes si concurre “cualquier otra circunstancia que disminuya la gravedad del delito”. Este discernimiento concreto y circunstanciado lo hacen quienes tienen, en la Iglesia, potestad judicial, sea en el fuero externo o interno. El ministro del sacramento de la confesión es padre, maestro, médico y juez. En esa cuádruple calidad tiene potestad y gracia ministerial para discernir si quien busca su consejo o pide auxilio de conversión está o no en capacidad y disposición de recibir los sacramentos del perdón y de la comunión eucarística. Su discernimiento será racional, fiel a la Revelación y Ley divinas, íntegramente depositadas en el Magisterio de la Iglesia. Si en un caso concreto ese discernimiento es erróneo -como puede serlo el de todo médico, maestro o juez- habrá otras instancias para corregirlo y subsanarlo. Pero ese riesgo no puede suprimir ni inhibir la necesaria contribución que los pastores de la Iglesia deben- en ambos fueros- prestar a la formación de la conciencia de sus fieles respecto de sus derechos y exigencias sacramentales. Eso es precisamente lo que el Papa Francisco ha recordado y urgido en “Amoris Laetitia”: sin mutar una sílaba o acento en la doctrina revelada sobre el Matrimonio y la Eucaristía.
Es el discernimiento de Cristo ante la adúltera flagrante: no condona el adulterio, ni condena a la adúltera, probablemente inducida por sus mismos acusadores. Y le abre una puerta para salvar su vida y su alma. Esa es la ley suprema de la Iglesia.
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