El mundo político goza inventando o
desenterrando palabras que en el fondo significan lo mismo de siempre, pero que en la forma sugieren promesa de revolucionaria novedad. Así ocurre con “inclusivo” (“que incluye o tiene capacidad de incluir algo”- vaya obviedad); adjetivo cuya omisión es imperdonable en un discurso o documento público, y al que se pretende dotar de una resignificación sublime: nadie es discriminado, todos revisten igual dignidad, esta casa y sus derechos son comunes para todos. Que es exactamente lo que significan y postulan los dos veces milenarios vocablos griegos que se traducen como “católico” y “ecuménico”.
Está de moda hablar de “incumbentes” -los que están a cargo, tienen competencia o responsabilidad directiva- y “desafiantes”, los que pujan por hacerse ellos de esas competencias y responsabilidades. Otro toque cosmético para simular novedad y agregar valor ético a la viejísima, nada celestial disputa entre “apernados o atornillados” y “ahora me toca a mí”. Y un comentarista político se sentirá “out” si al criticar o proponer un nuevo sistema de conducir la sociedad no utiliza el sustantivo “gobernanza” (“arte o manera de gobernar que busca lograr un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”). En dos palabras: gobernar bien. Porque gobernar mal es no gobernar. Bien lo sabían los antiguos griegos cuando acuñaron para sus gobernantes un término que significa “pilotar, llevar el timón de la nave”. Si el timonel se duerme, se embriaga o está “en otra”, sucede lo del Titanic. Hay una sola manera de gobernar, y es no despegar las manos del timón, ni la vista de la brújula, ni los oídos de lo que está sucediendo, ni el cerebro de lo que sucederá, ni el corazón de la esperanza de llegar a puerto.
¿Qué pensar de una sociedad en que sectores y gremios decisivos para el rumbo y seguridad de la nave común, violando prohibición expresa, dejan indefinidamente de remar, cocinar y vigilar, exponiendo al hambre, incertidumbre y naufragio a aquellos mismos que les pagan para que trabajen; exigiendo más dinero de lo estipulado y posible y hasta un premio por volver a remar, mientras el timonel emite un escueto “lo lamento”? ¿Y si en la nave hay lugares en que diariamente encapuchados incendian y asaltan a los pasajeros, mientras el timonel inspecciona fugazmente el sector y luego lamenta o interpreta lo sucedido? ¿Y si en los camarotes para niños mueren éstos por centenas, sin que nadie lo reporte ni responda? ¿Y si timonel y tripulantes priorizan -en plena tormenta- inventar justificativos para eliminar fetos molestos y quitarles los patines a los niños que patinan mejor? El postrer recurso sería clamar: “¡Sálvanos, Señor Jesús, que nos hundimos!”. Pero desde la “gobernanza” pretenden prohibir su invocación.
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