Su primera visita a La Moneda estuvo lejos de ser un paseo cualquiera. Lo suyo era una misión. Patricio Arévalo, que en su bolso iba con un block, una huincha y lápices de dibujo, se bajó del auto presidencial en los estacionamientos subterráneos del palacio de gobierno. Subió, como le habían indicado, hasta el Salón Azul. Esperó algunos minutos, hasta que lo hicieron pasar. Ahí estaba la mandataria Michelle Bachelet esperándolo, para que él comenzara la delicada labor que lo había hecho famoso: fabricarle un par de zapatos personalizados.
“Fue en el primer o segundo año de su primer gobierno y ella fue muy cordial, muy amable”, recuerda Patricio Arévalo (75), sentado en la pequeña oficina que tiene en el taller que ocupa desde hace más de dos décadas en el centro de Santiago. Una casona antigua, patrimonial, de techos altos y espacios amplios.
Es impresionante la cantidad de historias que tiene en la memoria este zapatero, que se formó de manera autodidacta y que en su carrera larga y reconocida ha ido sumando clientes conocidos, desde rostros de televisión y deportistas hasta presidentes de Chile. Porque Bachelet no fue la única.
En moto, luego en Fiat 600
Llevaba apenas unos meses en sexto básico, cuando Arévalo dejó el colegio. Veía que su familia vivía al borde, demasiado apretada por lo económico, y quería ayudar. Tenía 11 años, era hijo único. Se fue a trabajar con su padre al puesto de sándwich que tenía en la Vega Central. Pensó que sería por poco tiempo, pero se quedó dos años. “Yo ya había decidido no volver al colegio, me daba vergüenza regresar después de tanto tiempo. Mi padre entonces no quiso que yo siguiera trabajando en la Vega, porque no era un ambiente para un niño. Habían pelusitas que se daban vuelta, robaban su poco. Empezó a ver qué otro trabajo yo podía hacer”, recuerda. Por el contacto de un familiar, entró a un taller donde se fabricaban zapatos.
“Yo ya había decidido no volver al colegio, me daba vergüenza regresar después de tanto tiempo. Mi padre entonces no quiso que yo siguiera trabajando en la Vega, porque no era un ambiente para un niño"
En esos años, mediados de los ‘60, esta era una actividad bullante: toda la producción de zapatos era nacional y la industria estaba llena de fábricas que necesitan mano de obra. Las zapaterías se agolpaban una al lado de la otra en el centro de Santiago; “y todas vendían harto”, dice Arévalo. Había muchas marcas disponibles, “como Gacel, Joya, Cardinale, Pluma, entre otras”.
En el taller donde estaba, Arévalo al principio hacía los mandados y las tareas más simples. Era el único niño en un grupo de trabajadores adultos. Pero fue aprendiendo a coser las piezas de cuero. “Hubo épocas en que ganaba el equivalente a 80 lucas de hoy en una semana. Era harta plata”, señala. A los 20 se casó y se lanzó con un pequeño taller propio que funcionaba en su casa, en la calle Cuevas. Ahí empezó a fabricar, por primera vez, zapatos enteros.
Además de entregar a marcas grandes, comenzó a hacer domicilios. Primero sólo a mujeres. Se empezó a correr la voz de este zapatero simpático y que trabajaba bien. “Podía hacer 10 pares de zapatos a la semana”. Luego, también gracias al boca a boca, sumó zapatos masculinos. Todo hecho a mano, a la medida, personalizado. “Sentí en ese momento que esto ya no lo hacía por obligación, por sobrevivencia, sino por amor a los zapatos”.
Para moverse más rápido y optimizar los tiempos, se compró una moto. Una parte la pagó con zapatos que hizo para el dueño de la tienda. Más tarde, adquirió un Fiat 600. Visitaba a los clientes, les medía el pie, les fabricaba los zapatos, después se los iba a dejar. Estuvo en eso 15 años, hasta que en 1985 se fue al Omnium, en Las Condes: allí abrió una tienda y arrendó otros espacios para taller y bodega. “Me di cuenta de que buena parte de mis clientes eran del barrio alto. Así que era mejor estar más cerca de ellos”, comenta. Su negocio, como era de esperar, explotó.
La vitrina televisiva
En este boom, recuerda Arévalo, hubo dos productos claves. Uno, mocasines para hombres tipo apache, cuya gracia es que dejaban ver los calcetines blancos; “al estilo Michael Jackson”, precisa. El otro, botas blancas para mujeres. “Podían ser planas, con taco, vaqueras, de vestir, con o sin flecos. Eran furor”, señala. A la semana, fácilmente podía despachar 60 pares.
“Te cuento una historia. A mediados de los ‘80 yo les hacía zapatos a los lolos del Incacea. Una chica que estudiaba allí se los vio y les preguntó quién los hacía. Así llegó un día a mi tienda. Anoté su nombre: Cecilia Bolocco. Quería unas botas apache negras, planitas, con flecos. Se las hice. Meses después encargó otro par. Luego no supe más de ella. Imagínate la sorpresa cuando unos años después vi que se coronó Miss Universo. Nos volvimos a ver muchos años más tarde, le hice zapatos para algunos programas. Nos abrazamos”.

Arévalo dice que en ese tiempo todo iba bien, “pero quería llegar a la televisión, hacerle zapatos a artistas. Sabía que sería una gran vitrina”. Logró conocer a Luis Dimas, a quien empezó a hacerle zapatos. Lo mismo a Fernando Alarcón. También hacía canjes para que sus creaciones aparecieran en desfiles de ropa en TV a cambio de que lo mencionaran, con el nombre que su trabajo siempre ha tenido: Zapatos Patricio Arévalo. Le empezaron a pedir calzados para las teleseries de época. Y las peticiones no se detuvieron más: ha estado en los pies de animadores del Festival de Viña -como Rafael Araneda y María Luisa Godoy-, en los de Los Prisioneros, en los de Don Francisco, en los de Karen Doggenweiler, en los de Tonka Tomicic, en los de Luis Jara. Hasta hoy fabrica el calzado para los cantantes de ópera del Teatro Municipal de Santiago y para los bailarines del Bafona. La red ya estaba armada.
“Otra historia. Le hice muchos zapatos a Felipe Camiroaga y así conocí a sus pololas. Luego, cuando ellas se fueron casando, me pidieron a mí sus zapatos de matrimonio. Le hice a la Paz Bascuñán, a la Bárbara Rebolledo, a la Fernanda Hansen”.
También ha calzado a futbolistas, dice. Como a Diego Buonanotte, de Deportes Temuco, “quien tiene un pie chiquito, calza 37”, o a Iván Zamorano. “Cuando él se iba a casar con la Kenita Larraín, le hice los zapatos de matrimonio. Aunque la boda quedó en nada, igual se llevó los zapatos”.
Asunto presidencial
Dejó el Omnium en 1995. Le resultaba muy caro el arriendo. Así que regresó al centro: instaló su taller-tienda en una casa en la calle Coquimbo y en 2003 se mudó a otra justo al frente, que terminó comprando y que es donde trabaja hasta hoy junto a un equipo de cinco personas.
Fue allí donde recibió un día la visita de una mujer que, luego de hacerle muchas preguntas sobre sus zapatos, le confidenció que venía en representación de la entonces Presidenta Michelle Bachelet. Con ella coordinó el auto que al día siguiente lo fue a buscar para ir a La Moneda a tomarle las medidas al pie de la mandataria. “Me habían pedido un zapato reina con un taquito no tan alto y más grueso, para que le sirviera para caminar por cemento, por tierra, por pasto. Entonces fui a marcarle el pie sobre un papel, para empezar el trabajo. Al llegar a La Moneda se me erizaron los pelos, era emocionante. Después de saludarme con un abrazo, la Presidenta me dijo: ‘Yo tengo un pie difícil. Más que pie, es pata la mía, porque es muy ancha’. Tenía razón. Un pie anchito, no muy grande, y me fijé que no tenía talón. Por eso se le tendían a resbalar los zapatos”.
Arévalo marcó la planta del pie presidencial en una hoja -que guarda hasta hoy- y se llevó el dibujo a su taller. “Al final le hice tres pares de zapatos. En negro, beige y azul, en el mismo estilo. A ella la volví a ver una vez más, cuando fui para la primera prueba de sus zapatos”.
“Me habían pedido un zapato reina con un taquito no tan alto y más grueso, para que le sirviera para caminar por cemento, por tierra, por pasto. Entonces fui a marcarle el pie sobre un papel, para empezar el trabajo. Al llegar a La Moneda se me erizaron los pelos, era emocionante", dice Arévalo respecto de su visita a Bachelet.
También le hizo zapatos al Presidente Gabriel Boric. Fue al inicio de su gobierno, en 2022. “Me llamó un amigo, Jorge Zúñiga, que le había hecho 10 trajes y necesitaba fabricar zapatos con los cuales combinarlos. ‘Es difícil el personaje’, me advirtió. Acepté. Me llamó la secretaria del Presidente, que me dijo que era difícil pillarlo, así que trabajara al ojo no más. Que él calzaba 41. Le pedí que al menos le sacara la foto a un zapato que él usara. Me la mandó. Me apuraron, porque el Presidente tenía un viaje a Brasil. Le hice dos pares de zapatos, uno negro, otro café. Sin cordones, como él usa. Se los fui a dejar a su casa en el barrio Yungay. A él nunca lo vi”.
“Sé que los usó, porque lo vi en la tele -agrega Arévalo-. Ahí vi también que es destrozón con los zapatos. Pedí que me los mandaran de vuelta para hacerles una renovación y dejárselos impecables. Lo hicieron. Se los devolví hasta con una horma para que se mantuvieran bien”.
“Esto se acaba conmigo”
Dice que durante los años ‘90, la fabricación manual y nacional de zapatos empezó a reducirse. Le pegó duro la competencia de calzado importado que, aunque de menor calidad, era de precios muchísimo más bajos. “Las fábricas empezaron a irse al suelo, muchas murieron”, se lamenta. “Yo pude resistir porque ya había formado mi nicho de zapatos personalizados”.
A eso se sumaron luego sus contratiempos de salud. Hace un par de años sufrió un trombo, se le complicó un Covid, estuvo en coma y le diagnosticaron la enfermedad inmune Guillain-Barré. “Toqué la puerta de la muerte. Eso fue para mí un punto de quiebre. Así que me tomo hoy la vida con más calma. En mi vida le dediqué mucho tiempo al trabajo, ahora equilibro más con mi mundo personal, mi familia, especialmente mi señora, Paulina, con quien llevamos 55 años juntos. Hoy hago los zapatos que quiero hacer, sin obligarme a nada”. Por eso, cuenta, a la semana puede hacer ocho pares o también 20; depende de sus ganas. Los precios promedio para zapatos de hombre bordean los $ 190.000; en el caso de las mujeres es de $ 160.000, “que sube si son botas”.
"Hoy hago los zapatos que quiero hacer, sin obligarme a nada”
Patricio Arévalo tiene seis hijos y 10 nietos. Ninguno de ellos siguió su oficio. “Esto se acaba conmigo”, dice. Pero no le da dramatismo a esa frase que suena tan demoledora. “¿Sabes lo que pasa?, es que mi trabajo es muy personalizado. El trato que yo tengo con el cliente es personal. Yo le hablo, lo escucho, lo entiendo. Lo mismo la gente que trabaja aquí conmigo”. Le echa un vistazo rápido a dos o tres pares de calzado que tiene cerca de su escritorio. Y remata: “Mis zapatos son yo”.