El peligro de una falsa “autonomía”

Por: | Publicado: Viernes 2 de marzo de 2012 a las 05:00 hrs.
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Por Angelo Card. Scola, Arzobispo de Milán *



Entrar en los meandros de la crisis económica y financiera, para la gran mayoría de los ciudadanos, es una empresa irrealizable. Cualquier análisis un poco menos genérico en seguida es ininteligible para el profano. De modo que el discurso económico, y todavía más el financiero, se aleja mucho de la posibilidad de comprensión de quienes, aún así, son sus destinatarios y los agentes finales, es decir, todos.

Es necesario que la economía y las finanzas, obviamente sin prescindir de su nivel especializado, no renuncien nunca a explicitar el nivel elemental y universal. Todos deben poder entender, al menos a grandes rasgos, la “cosa” de la que se ocupan economía y finanzas. Esto es necesario para que cada uno, no sólo pueda defender sus derechos, sino que sobre todo sepa asumir conscientemente sus responsabilidades en relación a la construcción del bien común, incluso a través de sacrificios y compromisos renovados. Por otra parte, no se puede aceptar una reflexión y una práctica de la economía que prescinda de una lectura cultural global, que inevitablemente implica una antropología y una ética.

A este propósito, la perspectiva desde la cual se elige mirar la situación de hoy me parece decisiva. Hablar de crisis económico-financiera para describir la circunstancia actual de inicio del Tercer milenio no es suficiente. A mi juicio, la crisis del momento presente exige una lectura y una interpretación en términos de dolor y de transición.

Este tiempo en el cual la Providencia nos llama más que nunca a actuar como co-agonistas a la hora de guiar la historia es semejante al de un parto, una condición de sufrimiento incluso agudo, pero con la mirada dirigida ya a la vida que nace. El dolor del parto, sin embargo, exige de la mujer el empeño de toda su energía humana. Así también nosotros, ciudadanos inmersos en la crisis económico-financiera, estamos llamados a ponernos en juego, usando toda nuestra energía personal y comunitaria. El mañana tendrá un rostro nuevo si refleja nuestra esperanza de hoy. Una “esperanza fiable” debe, pues, guiar nuestras decisiones y nuestra labor.



Ampliar la “razón económica” y la “razón política”


Hablar de dolor y no limitarse a hablar de crisis económico-financiera, quiere decir no detenerse en las medidas técnicas ―que son necesarias― para hacer frente a las graves dificultades que estamos atravesando. Según numerosos expertos, la raíz de la llamada crisis está en el cambio total de la relación entre sistema bancario-financiero y economía real. Los bancos se vieron impulsados a desviar numerosos recursos que tenían en gestión (y, por lo tanto, también el ahorro de las familias) hacia formas de inversión de tipo puramente financiero.

No me corresponde a mí confirmar o desmentir este diagnóstico. En cambio, quiero hacer aflorar un dato que reputo decisivo: a pesar del obstinado intento de poner entre paréntesis la dimensión antropológica y ética de la actividad económico-financiera, en este momento de grave prueba el peso de la persona y de sus relaciones vuelve a hacerse oír con porfía.

De la crisis se sale sólo juntos, restableciendo la confianza mutua. Y esto porque un enfoque individualista no da razón de la experiencia humana en su totalidad. Todo hombre, de hecho, siempre es un “yo-en-relación”. Para descubrirlo es suficiente observarnos en acción: cada uno de nosotros, desde su nacimiento, necesita que los demás le reconozcan. Cuando se nos trata humanamente, nos sentimos llenos de gratitud y el presente nos parece cargado de promesa para el futuro. Con esta mirada confiada somos capaces de asumir tareas y, si es necesario, de hacer sacrificios.

Este es el justo punto de partida para reconstruir una idea de familia, de vecindario, de ciudad, de país, de Europa, de humanidad, que conozca este dato de experiencia, común -en su sencillez sustancial- a todos los hombres. No basta la competencia hecha de cálculo y de experimento. Para afrontar la crisis económico-financiera también es preciso reflexionar seriamente sobre la razón, tanto económica como política, como repetidamente el Papa nos invita a hacer. Es verdaderamente urgente liberar la razón económico-financiera de la jaula de una racionalidad tecnocrática e individualista cuyos límites, con la crisis, hemos podido tocar con la mano. Y es asimismo urgente liberar la razón política del atolladero de una realpolitik incapaz de entender el cambio y aceptar sus desafíos. La política, en el actual impasse nacional y en el marco del proyecto europeo, necesita una renovada responsabilidad creativa, porque la sociedad no puede prescindir de su tarea de planteamiento y de guía. A esta asunción de responsabilidad de parte de la política debe corresponder la aceptación, de parte de todos los ciudadanos, de los sacrificios que impone la actual situación. Para levantar la nación es necesaria la contribución de todos, como sucede en una familia: sobre todo en tiempos de grave emergencia cada miembro está llamado, según sus posibilidades, a dar más.



Tres observaciones de carácter cultural 


Me permito ofrecer ahora tres breves indicaciones de carácter cultural, necesarias para ampliar la razón económica y política.



Riqueza y felicidad


Si no queremos recurrir a la drástica amonestación del Señor -«Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes» (Lc 12, 15)- será suficiente recordar que ya Aristóteles juzgaba inaceptable una vida que identificase la felicidad con la riqueza, o bien, que tomara un medio por el fin.

No podemos resignarnos frente a una concepción del “intercambio” que no sólo está cada vez más generalizada, sino que parece gobernar toda la máquina económica. Según esta visión se reduce al ciudadano (de modo pesimista) al homo oeconomicus, preocupado exclusivamente por maximizar sus ganancias. En efecto, parece que la base de la actividad económica y financiera sea sólo la tesis según la cual el aumento de la riqueza es en cualquier caso y, mejor, cuanto antes, un bien que perseguir.



Secularización y mundo católico


En segundo lugar, merece ser denunciado el debilitamiento de aquellas “voces” que llevarían a ampliar, como sería deseable, la razón. De este debilitamiento es responsable, en parte, el variado proceso de secularización, que de hecho ha favorecido que se afianzase la mentalidad positivista que denuncia Benedicto XVI. Sin embargo, es un deber observar al respecto que, incluso en el campo católico, una ambigüedad latente en cierta interpretación del principio de la “autonomía de las realidades terrenas”, ha tenido su papel.

El Concilio Vaticano II afirmó el valor de este principio si por ello «entendemos que las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente», porque entonces «exigir esa autonomía es completamente lícito. No sólo lo reclaman así los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador» (Gaudium et spes, 36). Sin embargo, el mismo Concilio precisa que «si con las palabras “autonomía de las realidades temporales” se entiende que las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador, todo el que conoce a Dios siente hasta qué punto son falsas las opiniones de este tipo. Pues la criatura sin el Creador desaparece» (Gaudium et spes, 36).

El principio de la autonomía de las realidades terrenas -entendido rectamente- conlleva como consecuencia el apropiado reconocimiento de la autonomía de los fieles laicos en el campo “suyo propio” (cf. Apostolicam actuositatem, 7). Pero, tal vez, la referencia al principio de la autonomía en este ámbito se ha transformado en una perniciosa renuncia a que surja el valor antropológico y ético necesario para afrontar los contenidos concretos de la acción social, política y económica. De ese modo “autónomo” se ha convertido de hecho en sinónimo de “indiferente” respecto a estos valores substanciales. En este marco, se corre el riesgo de que la doctrina social de la Iglesia se considere más como una premisa de pías intenciones que como un marco orgánico e incisivo de referencia.

En definitiva, hay que preguntarse si el mundo católico, por naturaleza llamado a estar atento a los grandes desafíos antropológicos y éticos en juego, no ha sido, por su parte, corresponsable, al menos por ingenuidad o retraso o escasa atención, del actual estado de cosas. Las autorizadas invitaciones a los fieles laicos a un compromiso político directo más decidido requieren asumir integralmente la doctrina social de la Iglesia basada en principios de reflexión, criterios de juicio y directrices de acción y no en alquimias de partido.



“Peor que la cigarra”


Todavía hay un tercer factor que merece la pena señalar. Tampoco la combinación de coyunturas tan desfavorables habría llevado a la crisis económico-financiera actual si esta no hubiera echado raíces en el terreno de una irresponsabilidad generalizada: la que impulsa a gastar sistemáticamente para el propio consumo lo que todavía no se ha ganado. Un comportamiento que hasta hace poco tiempo habría parecido tan descabellado que superaba incluso el nivel de la calificación moral (la inmoral cigarra frente a la sabia hormiga que consumía solamente lo que tenía), ahora se percibe cada vez más como normal y se provoca sistemáticamente (como esa la publicidad que sin pudor alienta a endeudarse para hacer unas segundas vacaciones).

Como prueba de esta deriva, baste con pensar en un cierto modo de concebir los derechos en nuestra sociedad. En las pasadas décadas, también en razón de un considerable bienestar y sin contar con los recursos verdaderamente disponibles, se plantearon pretensiones excesivas en términos de derechos respecto al Estado. El resultado fue que se formó una sociedad cada vez más desarticulada y descompuesta. Este proceso oscureció un conjunto de valores antropológicos, éticos y, por tanto, pedagógicos de primaria importancia: la capacidad de esperar para la realización de un deseo; la limitación de las propias necesidades y el control de la avidez; el cuidado de las cosas en lugar de su substitución compulsiva; una mirada global sobre la duración de la propia vida y el sentido de la vida eterna; el compartir solidario, en nombre de la justicia, de las necesidades de los demás, comenzando por las de los últimos. Casi se podría decir que la crisis actual ha manifestado una generalizada “obscenidad”, en su significado etimológico de “mal agüero”, en el uso de los bienes.

Todo esto impone un cambio radical de los estilos de vida, y más cuando, como muchos subrayan, no será posible ni es deseable volver al modus vivendi anterior a la crisis.

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